Sin mirar, sin tocar, sin piropear

—Ese culito yo lo quiero para mí —le gritó el hombre moreno que vestía como rapero.

—¡Qué rica que estás! —exclamó su compañero.

—¡Mamacita! —siguió el primero.

—Oye, estás muy rica —completó el otro.

Sofía escuchó estas frases de dos hombres en bicicleta cuando cruzaba una calle en el sur de Bogotá, estaban muy cerca de ella, casi invadían su espacio personal. Trató de no prestarles atención y continuó la marcha hasta que uno de ellos le preguntó al oído: “¿a cuánto cobras la hora?”.

Ella quedó impactada, el hombre la sujetó del brazo y en su reacción lo empujó y cayó al piso con tan mala suerte que un carro estuvo a punto de atropellarlo. El ruido atrajo como moscas a varios curiosos que salieron del supermercado del frente, quienes no tardaron en apuntar sus dedos acusadores contra Sofía por “intento de homicidio”. Nadie le creyó que la estuvieran acosando, ni siquiera la policía.

Un hombre que persiguió a Karen hasta su casa se masturbó en frente de ella cuando tan solo tenía diez años y aterrada no supo qué hacer. Regresaba de una cita médica con su abuela y recuerda con claridad que aquel día llevaba puesta una camisa negra larga y unos leggins y que mientras caminaba por una calle bastante estrecha, el hombre le tocó la cola. Su abuela la dejó a la entrada del conjunto mientras iba al supermercado y el hombre la persiguió hasta su casa.

Cuando traspasó la reja que antecedía a la puerta y se sintió segura dentro de la vivienda descubrió al hombre que se agitaba el pene con la mano y que luego de masturbarse salió tranquilo del conjunto. Esa fue la primera vez que Karen fue acosada.

Valentina vive en Chía, para llegar a su casa debe pasar frente a una portería y cada vez que cruzaba por allí, sin falta, el portero la saludaba con frases vulgares: “buenas tardes mamita rica” o “mamita rica llámame”. Ella atemorizada prefería ignorarlo hasta que un día se cansó y le reclamó: “señor ya no más, déjeme en paz. Respete”, le dijo con tal determinación que no volvió a decir nada.

El colectivo contra el acoso callejero, ‘No Me Calle’, trabaja para visibilizar y luchar contra este tipo de violencia. Nani Barrantes y Natalia Idrobo hacen parte del colectivo, definen el acoso callejero como: “una forma de violencia sexual y de género que se manifiesta en prácticas sexualizadas de intimidación y transgresión del espacio personal generando humillación, miedo, intimidación e incomodidad que restringe la presencia, permanencia y acción de las personas afectadas en espacios públicos”.

Ellas dividen el acoso en tres formas: verbal, son todos los comentarios sexualizados sobre el cuerpo; físico, cualquier tacto no consensuado; y simbólico o del lenguaje corporal, aquel que ocurre “cuando te miran, te hacen gestos, te siguen con la mirada o se masturban en frente tuyo”. Creen que es una forma sistémica de violencia y que al ver el cuerpo como un objeto los acosadores creen que están en su derecho de mirarlo, tocarlo, seguirlo. Ellas afirman que la molestia que vemos hoy en día se da porque uno es consiente de que es una violencia, sucede que uno recibe este tipo de violencia tantas veces que la forma más fácil de defensa es ignorar y naturalizar.

Para ellas es importante reconocer el hecho de que a pesar de que sucediendo este tipo de agresiones, se ven avances como que una universidad tenga un protocolo en contra de este tipo de violencia y que en los medios de comunicación lo estén haciendo tan visible. Toda la información y denuncias son recientes, Nani sostiene que hace cuatro años no se podía encontrar bibliografía sobre el acoso y que los primeros colectivos en Bogotá se crearon en 2014. Desde el colectivo piensan que ahora pasamos de estar en el espacio privado al espacio público y tener una relación con las demás mujeres viéndolas como iguales, en vez de cómo competencia, a contar esas historias e identificar que no sólo me ha pasado a mí.

Creen que la gran cantidad de indiferencia frente al acoso callejero persiste porque seguimos construyendo los estereotipos establecidos sobre la mujer y aún es muy normal para esta sociedad contemplar ese tipo de violencia. Natalia considera que “desnaturalizar” estas acciones se logrará preguntando: “¿qué nos molesta que nos pase en la cotidianidad?”. Pero aún falta un largo camino para llegar a ese punto.

Yo tampoco soy ajena a estos actos, recientemente al pasar por una estación de gasolina cerca de mi casa escuché que un hombre hacía sonidos como si estuviera llamando un perro y luego lanzó lo que parecían besos sonoros, miré hacía atrás y el estaba ahí, me picó el ojo y me tiró un beso. Enfurecida le grité: “¡No soy un perro!”, y me fui, sabía que en unos minutos tendría que volver a pasar por ahí, pero intimidada tomé el camino más largo. En otra ocasión, un hombre de unos 55 años que caminaba en dirección contraria a la mía no apartó su mirada de mi pecho hasta que inevitablemente nos cruzamos y me dijo algo al oído que yo no entendí. Cuando le conté a mi hermana menor lo que me había ocurrido me contestó: “no te dejes amargar el día, simplemente no les pongas atención. Estás siendo muy dramática”.

En últimos años he sido testigo del incremento de la resistencia en las mujeres a este tipo de acciones violentas, pero no puedo hablar por todas. En Medellín, mi tía abuela me dijo sobre el asunto: “si usted no quiere escuchar esos comentarios mijita, no es sino que me llame y yo le presto mi oreja derecha pa’ que no los oiga”. Mientras que mi madre dice sentirse “bonita” cuando halagan sus ojos y asegura que para mi todo es acoso.

“¡Ay! ¡Qué rico pa’l que se lo metió!”, le gritó un hombre a mi tía abuela, durante uno de sus embarazos hace muchos años.

Luz Victoria, mi abuela, estaba con ella y dice que en ese momento no se podía hacer nada, pero que ahora “vaya un hombre a decirle eso a una mujer y le estampan una cachetada”. Mi abuelo, Alberto, sostiene que las mujeres de hoy “se ganan este tipo de comentarios desagradables por la manera en que se visten”.

—Es que las pipiolas de ahora son más lanzadas, se ponen unas vestimentas que no les tapan nada y se sientan a estirar a todo el frente de uno. Lo están incitando, provocando —afirmó mi abuelo.

—¿Entonces tú crees que se debe a la manera en que uno decide vestirse? —lo cuestioné.

—En cierta forma es culpa de la mujer, de las modas. Entonces uno ahora como mayor piensa: ¿qué es esa grilla[1]? Por como va vestida. Y también por las cirugías plásticas, se ponen unos bustos así y unas colas así —gesticula con las manos el tamaño—, y unos chorcitos que no les tapan nada; y no nos digamos mentiras, los hombres son de aquí pa’ abajo. […] La mujer ya no vale lo que valía antes. La libertad de la mujer se volvió libertinaje —respondió mi abuela.

Lina, mi tía, dice que se siente muy incómoda y agredida como mujer. A ella la acosaron cuando era joven, dice que una vez se devolvió y le dijo al hombre: “¡Cochino! Usted es un cochino. No tiene esposa, hermana, hijas, ¿a usted le gustaría que le dijeran esto a alguna persona allegada a usted?”.

En una orilla distinta a la de mis abuelos está el tío, Fabio, quien dice que a él le genera “físico asco” cuando algún amigo lanza piropos y que nunca lo haría porque es “irrespetuoso”.

—¿Cómo te sientes sabiendo que a tú hija y esposa les dicen estas cosas? —le pregunté a Fabio.

—¿Cómo me siento? Normal.

­­—¡Ay papi! Ponte serio que es un tema importante —le reclamó su hija Paula.

—¿Te parece agradable que a tu esposa y a tu hija les digan piropos feos?, ¿o no te importa? —añadió.

—Pues, que las piensen como objetos y no como personas —respondí, en medio de la discusión.

—No, me parece que eso es falta de carácter y personalidad del que está haciendo eso. ¿Tener que recurrir a un piropo para desahogar sus deseos y sus cosas? Absurdo. Yo nunca he echado un piropo —afirmó el tío—. Me da pena, soy hombre pero me aterra eso.

Lina recuerda que a ella la sorprendió que en su orden de Starbucks le escribieran “lindos ojos” y sostiene que es un “piropo bonito” que sube el ego. Mi papá y mi abuela concuerdan.

—¿Qué te lo griten en la calle? Pa’ mi eso es como una violencia —añadió Lina.

—Pero es que en la idiosincrasia del colombiano está piropear vulgarmente —respondió mi papá.

Andrea García Becerra, antropóloga y magister en estudios de género, considera que el acoso es una manifestación muy puntual de una estructura cultural, física y simbólica de violencia contra la mujer, que constantemente le recuerda a las mujeres que el espacio es masculino. “Creo yo que el acoso, más que callejero es acoso en el espacio público”, afirma. Cree que estas acciones también hacen parte de los miedos cotidianos que las mujeres sentimos; desde evitar pasar por cierto punto en un recorrido normal, hasta no querer tener la silla del medio de un avión al viajar sola. Es una cuestión geográfica, física y de seguridad, de espacios en los que conviven cuerpos.

“Yo creo que muchas veces las víctimas para sobrevivir en espacios de violencia tienen que callarse, esa es también una estrategia de la guerra”. Existe también una lógica cultural que nos lleva a pensar que estamos más seguras cuando vamos con un hombre y a tener miedo cuando estamos solas, es algo natural. Este tipo de acciones, verbales o físicas, “salen de muchos lados; de una estructura cultural que establece que los cuerpos femeninos son objetos, de una estructura subjetiva de masculinidades que le imponen a los hombres ser de esa manera, de un lenguaje que está estructurado no solo para comunicar, sino también para dominar y agredir a los otros, de una lógica del espacio antropocéntrica y masculina; no salen de un solo lado pero son precisamente esas estructuras que permean todas estas entidades”.

¿Porque es tan normal ver en todo momento y en muchos lugares el cuerpo femenino como un objeto, el arte, el cine, la ciencia?

Lo que cada mujer considera o no acoso es inherente “a su relación con el espacio”, esto se puede entender como características y rasgos propios culturales y sociales. Y sin embargo, la justificación por parte de los hombres se sigue dando como una forma de reproducir el privilegio masculino que está naturalizado, decirle algo a otro cuerpo que no va a quedarse solo en un halago sino que genera miedo.

Daniela recuerda que lloró luego de pasar frente a un parque lleno de obreros camino a una terapia física. “No se callaron hasta que crucé todo el parque y cuando les dije que se callaran se rieron de mi y siguieron diciéndome cosas”.  También le pasó cuando cruzaba frente a una oficina de la Registraduría, un hombre de unos 40 años paró un taxi y abrió la puerta para que ella se subiera, Daniela continuó la marcha y el mismo hombre luego bajó la ventana y le ordenó que se subiera al taxi, que él la llevaba.

A Laura la acosaron mientras caminaba en el norte de la ciudad frente a un edificio custodiado por policías. Uno de los uniformados la saludó: “Buenos días señorita, su sonrisa está muy bonita”. Ella ignoró el comentario pero alcanzó a escuchar cuando el hombre le decía a su compañero: “¡Uf, está buenísima!”. Lo que más la impactó es que lo hubiera dicho una figura de autoridad.

Alejandra dice que para ella siempre ha sido muy incómodo pasar frente a trabajadores, nunca falta el “¡ay monita!”. Dice que no le gusta usar vestido por la simple razón de pensar que los hombres la van a mirar; cuenta que le ha pasado cuando va en carro y se pone traje. Recuerda que en alguna ocasión llevaba puesto un vestido y desde una volqueta un hombre no paraba de mirarla, intentó taparse las piernas con su bolso pero las miradas continuaron.

Erika se sintió como un objeto cuando fue dos veces al barrio Santa Fe para un trabajo universitario. Relató que la primera vez que estuvo allá, pasó desapercibida pero que la última vez la miraban con morbo y lo que le decían no era para nada decente. “No me decían piropos como: ¡ay qué linda!, sino que eran cosas puramente relacionadas con sexo y me dio mucho asco” y decidió no volver por allí.

Cerca de mi casa hay una academia de baile, las ventanas que dan a la calle permiten que los transeúntes vean lo que sucede dentro de los salones. Hace un par de días pasé frente a la ventana del salón principal, donde adelantaban una clase de rumba con mujeres en ropa deportiva; había tres hombres pegados al vidrio haciendo caras entre ellos y discutiendo “lo buenas que estaban”. Dos se retiraron, pero uno de ellos se quedo ahí. Una de las mujeres que hacia ejercicio cerca de la ventana se movió de lugar y solo hasta ese momento el hombre se retiró. Ya no había nada más que ver, ya no había a quien acosar.

 

 

[1] Palabra paisa para definir a una mujer que no se viste bien.

Andrea Jaramillo Caro

Estudiante de Comunicación Social en la Ponticia Universidad Javeriana en Bogotá. Nací en la capital pero toda mi familia es de Medellín. Hago énfasis en periodismo y editorial en mi carrera y me apasiona el periodismo cultural e investigativo. Me encanta el arte en todas sus formas, una pintura, un ballet, una ópera; amo los animales y también me interesan temas como seguridad internacional y derechos humanos.