Desde cuando Charles Dickens publicó en 1.843 la que llegaría a ser su obra más famosa, «Un Cuento de Navidad», su vigencia no sólo prevalece sino que crece, pues aún logra tocar algunas fibras que invitan a recobrar lo que nos queda de sensibilidad humana y de solidaridad.
Pero más allá de su innegable actualidad, esta admirable historia, y muchas otras obras literarias que se establecieron como referentes de auténtica humanidad, ya no influyen en la modelación de nuestra conducta ni en la de la sociedad, como han dejado de hacerlo la educación y los valores que la cimentaban.
Una risita condescendiente se dibuja y asoma apenas en los rostros de nuestros niños cuando les referimos las otrora épicas historias de la Literatura Universal cargadas de enseñanzas. Hoy, si no están avaladas por una versión cinematográfica cuyo entramado se teje sobre las pasiones más abyectas y execrables, es como si no existieran. Hay que ver la diferencia de carácter que media entre la Caperucita o la Blanca Nieves literarias originales a las del cine.
Sí. Lo que Dickens denunció en su tiempo se queda corto ante la degradación de hoy, que marca la que se considera ya como la caída inevitable de la misma Civilización no sólo Occidental, sino Humana. A manera de muestra, sólo en Colombia podríamos mencionar los siguientes hechos:
- Según la Cerac, las Farc violaron por tercera vez el cese al fuego bilateral (Ver).
Y tres veces le ha dicho Santos al mundo, con su proverbial grandilocuencia, parafernalia y campanas al viento, que “hoy el país amaneció en paz”. Pero la realidad es tozuda, y ahí están los hechos de “los protagonistas de la paz” -de uno u otro lado- para ratificarlo.
Mientras tanto, los colombianos nos levantamos cada día a afrontar la vida o a pensarla, según se nos presenta, siempre dentro del marco de tan idílicas promesas y el contraste de nuestra abrumadora realidad.
- Noticias Caracol titula: “No pudo ni el Papa”.
¿Hablaban de Paz? Aunque ya se sabe que Santos buscaba una bendición individual que de alguna manera canonizara y le diera valor de eternidad al Nobel recibido, esta vez imperó la discreción de la diplomacia vaticana que supo sobreponerse a la tentación de la unilateralidad, y en cambio reconoció el importante papel de Uribe y de la oposición -que ya no sólo es Uribista- en la estabilidad del país.
¿Qué esperaban algunos de esa reunión? Alinear a Uribe no hubiera logrado nada en favor de la paz, y en cambio sólo habría servido para legitimar a Santos, justo cuando sus actuaciones políticas, administrativas y jurídicas, aún en nombre de la paz, deben ser aclaradas. De ello no podrán librarlo ni el Nobel ni El Vaticano.
- Durante uno de los discursos propios del periplo verbal en el que se ha convertido el tema de la paz, Santos -con la ampulosidad que lo caracteriza- anunció: “Sin conflicto con las Farc,nos disponemos a ser la despensa alimentaria del mundo”.
¡Por Dios! Cuánta vanidad y extravagancia. No le alcanza la mano hasta La Guajira para llevar agua potable, calmar el hambre, acabar la desnutrición y la mortalidad infantil, o para intervenir ante el proselitismo armado en las desérticas y premonitorias inmediaciones del municipio de Conejo, y tan “manguiancho” ahora prometiendo alimentar al mundo.
Pura palabrería populista y mesianismo ante el mundo, mientras el futuro de los colombianos se cuece entre el desbordado gasto público, la burocracia oficial, el déficit fiscal, la reforma tributaria, la colusión de poderes, la desestabilización institucional, el atropello a la Constitución y el derribamiento de la Democracia. En una palabra, entre el asalto a lo público y al Bien Común.
- Pretender alcanzar la Paz y construir “un nuevo país” sobre un régimen y una diplomacia de mentiras.
Lo señaló Gustavo ÁIvarez Gardeazábal:
“En los últimos años el país se ha ido acostumbrando a las mentirillas. Para ello ha contado con el apoyo de varios elementos del talante nacional, que traicionaron sus convicciones y su manera de ser y nos fueron llevando, lenta pero inexorablemente, a ser un país engañado.
En primer lugar el régimen de las mentirillas que terminamos por aceptar fue promovido por el actual gobernante. Ha dicho tantas mentiras y ha montado tan falsas promesas, que nadie terminó por creerle” (Publicado en ADN, el 20 de diciembre de 2016).
Por fuera de nuestra patria, tenemos la guerra en Siria y los conflictos en Oriente Medio; los atentados terroristas en Europa; el asesinato del embajador ruso en Turquía; las oleadas de “migrantes” que se comportan como auténticas hordas invasoras con actos vandálicos y barbarie incluidas; la vociferación pseudo libertaria, indigenista y socialista de las “naciones hermanas” de nuestra utópica América Unida; las amenazas nucleares de países como Irán y Corea del Norte; o las tensiones “diplomáticas” entre potencias armadas hasta los dientes como USA, Rusia o China.
Estas son algunas de las realidades profanas más punzantes, que no nos dejan vivir ni dormir en paz. Y ocurren en una época en la que reina una abundancia material y tecnológica sin precedentes. Efectivamente, ya no son una “civilización” o un imperio, sino el mundo mismo el que asiste a su propia decadencia. De tal declive dan cuenta los hechos.
En medio de todo este panorama nos preguntamos si tal vez fuimos nosotros a quienes nos arrebataron la edad de la inocencia, si nos dejamos seducir y lo permitimos. Tal vez debamos reconocer que hemos renunciado a los Principios y, al hacerlo, removimos nuestro andamiaje humano y social de su propio quicio.
Pero también caben otras preguntas: ¿Aún puede haber lugar para la esperanza? ¿En dónde obtendríamos una respuesta? Quizá si establecemos un contraste entre dichas realidades y atendemos al valor de las más sublimes, podríamos aventurar una salida.
Comencemos por afirmar que no hay ética ni estética posible si no están vinculadas a la realidad espiritual. Resulta paradójico constatar cómo los hechos profanos dan perfecta cuenta del estado de las realidades superiores, no en cuanto a sí mismas, sino en el corazón de las personas, en el de los pueblos, en el de los gobernantes, en los de los gobernados y en el de las sociedades.
Ante el contraste, lo primero que viene a la mente es la balada que narra la aparición del fantasma de Marlin y los escrúpulos de Scrooge, que en su tiempo removió con fuerza las conciencias, pero que hoy resulta claramente exigua para mover siquiera un ápice de su sopor a la humanidad. Dicha historia, además, nos recuerda aquella clarísima y escueta advertencia de Jesús: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto” (Lucas 16, 31). Y habida cuenta de la situación, hoy menos que nunca.
Pero es precisamente la Navidad la única realidad que podría restituir al hombre su grandeza y volver a situar la historia dentro de su órbita natural. Y lo es, en tanto es así mismo la más sublime de todas las realidades espirituales, debido a la grandeza del misterio que encierra.
Por ello no es viable una reafirmación ni una expresión literaria y pedagógica de la Navidad, si no está referenciada en lo que constituye su origen, su esencia y su razón de ser. Sin esta ineludible consideración espiritual, no sería posible la Navidad. A esta se han plegado los grandes literatos, incluso ateos, de todos los tiempos, que -sobreponiéndose a sus escrúpulos racionalistas- han buceado allí, y han descrito cómo “la fuerza del Misterio es capaz de imponerse a la libertad humana sin violentarla” (Expresión citada aquí).
Comencemos por Juan Manuel de Prada, quien en su artículo del 18 de diciembre titulado ¡Feliz Navidad!, escribe:
«Decía Chesterton que en Navidad celebramos un trastorno del universo. Adorar a Dios significaba hasta la Navidad alzar la mirada a un cielo inabarcable que nos estremecía con su vastedad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa dirigir la mirada hacia el interior de una cueva lóbrega, para reparar en la fragilidad de un niño que llora en un pesebre. Las manos inmensas que habían modelado el universo se convierten, de súbito, en unas manos diminutas que tiemblan en el frío de la noche y buscan el calor del pecho de su Madre».
Para quienes somos creyentes -y aún para quienes no lo son-, el milagro más grande después de la Transubstanciación en la Sagrada Eucaristía, es que Dios se hubiera hecho hombre, y que para ello hubiese dispuesto tener una Madre, que no podía ser sino una criatura «plena de gracia». En eso consiste la Navidad. Es Dios quien lo hace. Y tan Omnipotente es, que puede hacerse hombre, venir al mundo como lo hacemos todos los hombres, y mantener Su Divinidad intacta, por Amor, que es la cima de la locura.
Continúa Juan Manuel de Prada:
«Divinidad y fragilidad habían sido hasta ese momento conceptos antitéticos; pero la Navidad los obliga a juntarse […] y subvierte por completo nuestras categorías mentales. Los hombres, que desde la noche de los tiempos se habían arrodillado ante la furia apabullante de los elementos, deciden arrodillarse de repente ante un recién nacido, mucho más pequeño y desvalido que ellos mismos, pues ni siquiera ha podido ser alumbrado en una posada. Ante una tempestad o una lluvia de estrellas uno puede arrodillarse con miedo; ante un niño que ha nacido en una cueva, como un proscrito, uno sólo puede arrodillarse con amorosa y emocionada piedad.
[…] Al asumir Dios la fragilidad de la naturaleza humana, se inauguró una nueva era de la Humanidad, que desde entonces pudo entender mejor el sentido sagrado de la compasión; pues, desde el momento en que Dios se había hecho frágil como nosotros mismos, resultaba más fácil abrazar la fragilidad del prójimo […].
Por eso la Navidad puede considerarse una fiesta de locos rematados; y por eso, cuando falta el manantial originario de esa locura, se convierte en una fiesta indecente, puro sentimentalismo vacuo que revuelve las tripas y estraga el alma, por mucho que finjamos alegría y regocijo (o, sobre todo, cuando fingimos alegría y regocijo). Pues deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en un aspaviento disfrazado de algarabía, atracón de turrones y vomitera nocturna; una sórdida orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de pacotilla».
Cuando el sentido de la Navidad es auténtico, es cuando entre las personas y las familias se comparten todas esas oraciones, esas meditaciones, esas canciones…, todas esas comidas y buenos sentimientos. Es como si, por inspiración Divina, la humanidad sacara lo mejor de su corazón y, en un repertorio inagotable, estuviésemos dispuestos a compartirlo sin fin y sin medida. ¿Qué nos pasa el resto del año? Ah… ¡Si todos los días fuesen Navidad!
Jean-Paul Sartre escribió en prisión una breve obra teatral titulada “Barioná, el hijo del trueno (Misterio de Navidad)”, que fue representada por un grupo de presos en un campo de concentración alemán en 1940, y que apenas aparece como apéndice en su recopilación de obras teatrales. Recordando lo que significó dicho acontecimiento, escribe:
«Mi primera experiencia teatral fue particularmente afortunada. Mientras estaba prisionero en Alemania en 1940, escribí, puse en escena e interpreté una obra de Navidad que, consiguiendo esquivar la vigilancia del censor alemán por medio de símbolos sencillos, se dirigía a mis compañeros de cautiverio (…) en aquella ocasión, al dirigirme a mis compañeros por encima de las luces de las candilejas y hablarles desde su condición de prisioneros, les vi de repente tan realmente silenciosos y atentos que comprendí lo que el teatro tenía que ser: un gran fenómeno colectivo y religioso».
El autor de la nota que reseña esta obra de Sartre, dice: “No deja de ser paradójico que el autor más ‘confesionalmente ateo’ del siglo XX escribiera la que es, quizá, la mejor descripción literaria del Misterio de la Encarnación”. Así se refiere el mismo Sartre a su obra:
«…Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes».
Y quien la reseña, reitera: “La obra, como casi todas las de Sartre, se lee con facilidad y ritmo, resulta de una gran belleza y está cargada de emoción, de misterio, de esperanza. Se podría decir que la esperanza es la columna vertebral de todo el argumento. Es un libro precioso para acercarse, en este tiempo, al Misterio de la Encarnación”.
Pues nótese cómo ese tema de unión entre cristianos y no creyentes, se refería no a una realidad profana, como un acuerdo de paz en medio de la guerra, sino a la más sublime y espiritual: el Misterio de la Encarnación, que da origen a La Navidad.
A continuación, un breve extracto de esta obra, publicado por J. Jesús García y García en EL OBSERVADOR DE LA ACTUALIDAD, No. 389 del 22 de diciembre de 2002:
«Como hoy es Navidad, tiene usted derecho a exigir que se le muestre el nacimiento. Aquí está. Aquí está la Virgen y aquí está José y aquí está el Niño Jesús. Pero escuche: no tiene más que cerrar los ojos y le diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al Niño. Lo que habría que pintar sobre su rostro sería una admiración ansiosa que sólo apareció una vez sobre una figura humana porque Cristo es su Hijo, la carne de su carne y el fruto de sus entrañas. Lo llevó nueve meses y le dará el seno, y su leche se convertirá en la sangre de Dios. Y, por momentos, es muy fuerte la tentación de que olvide que Él es Dios. Lo aprieta en sus brazos y dice: ¡Mi pequeño! Pero en otros momentos permanece toda sobrecogida y piensa: Dios está aquí. Todas las madres se detienen así por momentos ante ese fragmento de su carne que es su hijo y se sienten en exilio ante esa vida nueva que se ha hecho con su vida y a la que habitan pensamientos extraños. Pero ningún hijo ha sido más rápidamente arrancado a su madre, porque Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella puede imaginar.
Hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en que siente a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño de ella, y que es Dios. Lo mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne es mi carne. Está hecho de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se me parece. Es Dios y se me parece’. Y ninguna mujer ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios pequeñito al que se puede tomar en sus brazos y cubrir de besos, un Dios que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar y que vive. Y es en esos momentos cuando yo pintaría a María, si fuera pintor, y trataría de expresar el aire de intrepidez tierna y de timidez con la cual adelanta el dedo para tocar la suave pielecita de su Hijo-Dios, del que siente sobre las rodillas el peso tibio y que le sonríe.
Esto en cuanto a Jesús y en cuanto a la Virgen María. ¿Y José? A José no lo pintaría. Sólo mostraría una sombra al fondo de la granja y dos ojos brillantes. Porque no sé qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Adora y es feliz de adorar. Y toda la vida de José, me imagino, será para aprender a aceptar».
Esto es literatura, poesía…, y ética. A eso es a lo que me refiero cuando hablo de realidades sublimes, que no se pueden desvincular de su matriz espiritual.
La ética es racional, y su fuerza estriba en un pensamiento sujeto a la Verdad de las realidades que lo trascienden. Nos remite a nuestra auténtica naturaleza y a nuestra finalidad, a vivir y a asumir nuestra realidad concreta, sin que en ello medien la mentira o el engaño. Nos lleva a descubrir el propósito de nuestra vida, y le confiere toda la plenitud de sentido que realmente tiene.
Por ello, como decía Víctor E. Frankl parafraseando a Nietzche: “El que tiene un por qué, es capaz de encontrar el cómo”. En ese cómo radica la estética. A las realidades, luego de encontrarles su sentido, solía dárseles una salida estética, expresiva y ordenada. Hoy no se comprende la realidad y, en consecuencia, la única salida que se le da es convulsiva y desordenada.
Volviendo a Chesterton, éste decía:
«Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural».
A lo que Juan Manuel de Prada adosa:
“Quitadle a la Navidad su cataclismo sacro, ese trastorno del universo del que hablábamos más arriba, y no encontraréis la verdadera fiesta, sino su parodia grotesca y antinatural…
No hay felicidad sin una aceptación íntegra de nuestra naturaleza, que incluye una vocación religiosa; y tal vocación no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza”.
Por su parte, el escritor francés Georges Lenôtre (pseudónimo de Théodore Gosselin), historiador y literato, dotado de una fina agudeza para retratar la otra cara de la revolución francesa, en el cuento «El árbol de Navidad del señor Auvrigny», se preguntaba a través de uno de sus personajes:
«Cuando dispongáis de tiempo, señor Birou, ya tendréis la amabilidad de explicarme cómo puede ofuscar vuestros sentimientos igualitarios la imagen de un niño tendido sobre la paja de un pesebre…».
También hoy muchos se plantean honestamente -y sin idealismos– la misma pregunta: ¿Cómo podría hacerlo? Si sólo Dios ES Paz, sólo Él puede concederla a través de Jesús, el único Príncipe y Señor de La Paz.
Al respecto, fue Andrè Frossard, reconocido periodista y escritor también francés, heredero político de la revolución y educado en el más perfecto ateísmo, quien afirmó:
«La fe es lo que permite a la inteligencia vivir por encima de sus propias posibilidades».
De modo, pues, que es la propia razón la que invita a sobreponerse ante las realidades profanas, y a resolverlas fijando la mirada en las más sublimes; a salir del desierto atroz en el que no habitan la ética o la estética; a pedir, como lo hizo Juan Ramón Jiménez en su poema “Eternidades”:
«¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas.
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!».
Es decir, que se vuelvan a escribir cuentos sobre la esencia de las cosas, que son los que verdaderamente enseñan. Para que las cosas sean lo que son: que un cuento, sea un cuento; un mensaje, un mensaje; un relato, un relato; y la Navidad, la Navidad… Sin cuentos.