¿Servir al pueblo o servirse del pueblo? La política como escenario de nutrición narcisista

El panorama político actual exhibe múltiples rostros: algunos genuinamente cercanos a las personas y otros que, con gestos cuidadosamente calculados, simulan una proximidad forzada y estratégica. En tiempos electorales, el escenario se transforma en un teatro de personificaciones, donde los candidatos adoptan máscaras de humildad y empatía para ganar popularidad. Sin embargo, más allá del ejercicio democrático, lo que emerge entre líneas es un juego de egos y un despliegue de narcisismo político.

En su sentido más noble, la política debería ser el espacio donde la vocación de servicio se manifiesta de forma concreta y comprometida. No obstante, en la práctica, lo que presenciamos con creciente frecuencia es una apropiación utilitarista de lo político: el interés personal de los actores prevalece sobre cualquier proyecto de transformación o bienestar colectivo. Esta desviación no es solo una estrategia de supervivencia electoral, sino que responde a una necesidad psicológica profunda: el deseo de reconocimiento, validación y admiración. En otras palabras, una política que, en lugar de construirse desde el servicio, se edifica sobre el narcisismo.

La política como escenario de autorrealización

La política —o mejor dicho, el ejercicio de lo político— es, por naturaleza, un escenario en el que quien lo asume se expone públicamente y pone a prueba sus habilidades de liderazgo, oratoria, negociación y gestión. Esta exposición, lejos de ser un fenómeno nuevo, ha sido históricamente una plataforma que permite al sujeto político desplegar sus capacidades e incluso perfeccionarlas. Sin embargo, esta dinámica se vuelve problemática cuando dicha exposición no se orienta al servicio colectivo, sino que responde a intereses individuales y aspiraciones egocéntricas.

Aquí es donde cobra relevancia la figura del político narcisista. Este no actúa con el propósito de transformar la realidad social, sino de moldear la percepción que los demás tienen de él. Su motivación no es la justicia, ni el bien común, sino la visibilidad, la celebración, el aplauso. En su lógica, el “servicio al pueblo” se convierte en una puesta en escena: visitas fugaces a barrios vulnerables, discursos empáticos cuidadosamente calculados, selfies con niños o adultos mayores. Gestos simbólicos que sustituyen —y muchas veces ocultan— la ausencia de políticas estructurales o de impacto real.

La lógica utilitarista que rige su accionar no busca maximizar el bienestar social, sino el capital simbólico personal. Las decisiones políticas se toman en función de cuánto prestigio, visibilidad o ventaja electoral pueden generar, no en relación con su pertinencia, eficacia o justicia. Así, la política se convierte en un instrumento de nutrición del ego, no en una herramienta de transformación social.

Esto es profundamente problemático, porque el narcisismo político erosiona la confianza pública, vacía de contenido las instituciones democráticas y desvía los recursos —humanos, económicos y simbólicos— hacia objetivos individuales o de unos cuantos. Cuando la política se convierte en un espejo donde el líder solo busca admirarse, los problemas estructurales de la sociedad se vuelven paisaje, y las verdaderas necesidades del pueblo quedan relegadas a un segundo plano, eclipsadas por la vanidad de quien debería servir.

En esta lógica, la crítica se orienta al narcisista político porque se camufla bajo ropajes morales: se presenta como defensor del pueblo, salvador de los marginados, adalid de la justicia. Pero su preocupación no es el “hambre” de los otros, sino el hambre de sí mismo: hambre de aplausos, de cámaras, de poder, de validación. Este fenómeno se agrava en tiempos de redes sociales, donde la imagen lo es todo. La política digitalizada alimenta el narcisismo, pues el valor de un acto ya no se mide por su impacto social, sino por su viralidad. Se “ayuda” al necesitado mientras se graba, se legisla en función de hashtags, se gobierna por encuestas.

¿Y el pueblo?

El riesgo más grave de esta dinámica no es solo la ineficacia o la corrupción, sino el cinismo social que genera. Cuando la gente percibe que la política está dominada por egos voraces más que por compromisos reales, se retira del espacio público, desconfía, se vuelve apática o radicalizada. La política se vacía de contenido y se llena de espectáculo. Frente a esto, la pregunta ética que deberíamos recuperar no es “¿cómo me verán?”, sino “¿a quién sirvo y cómo?”. La política, si quiere volver a tener sentido, debe dejar de ser una vitrina para narcisistas y volver a ser un oficio para quienes están dispuestos a ponerse en segundo plano para que otros puedan vivir mejor.

Hugo Alexander González Patiño

Soy licenciado en Filosofía de la Universidad de Antioquia, hijo de campesinos y comprometido con los procesos sociales y comunitarios. Actualmente soy gestor de proyectos y recursos en una ONG. Tengo experiencia como formador, coordinador y facilitador en contextos educativos, culturales y comunitarios, especialmente con población juvenil y rural. He trabajado en iniciativas de circo social, escuelas de no violencia y procesos pedagógicos que articulan arte, tecnología y transformación social.

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