“Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como se sintió ayer: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir —es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que fue la vida perdida.”
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego
Fernando Pessoa no fue un hombre: fue una multitud. No escribió desde una voz, sino desde un vértigo de voces. Su obra no es una biografía, sino un mapa de almas; No se disfrazó: se multiplicó; No fingió: se desdobló. En lugar de buscar una identidad, Pessoa se entregó al misterio de la otredad, como si la conciencia fuera un teatro donde cada personaje tiene su propia respiración, su propio silencio, su propia manera de mirar el mundo.
Entre esas voces, la primera que se alza con una claridad casi “vegetal” es la de Alberto Caeiro. poeta que no piensa, que no interpreta, que no busca. Su poesía es una forma de inocencia, una renuncia a la metafísica. En él, Pessoa se despoja de toda abstracción y se entrega al instante como quien se entrega al sol. Caeiro no quiere entender: quiere estar. Y en ese estar sin preguntas, hay una forma de sabiduría que roza lo sagrado.
Pero donde Caeiro calla, Ricardo Reis responde con mesura. Si el primero es la naturaleza sin pensamiento, el segundo es el pensamiento que observa la naturaleza desde lejos, con la calma de quien ha aceptado el destino. Reis escribe con la serenidad de los antiguos, con la medida de quien sabe que todo pasa. Su voz es la de un médico que conoce la fragilidad del cuerpo y la fugacidad del tiempo. En sus versos hay tristeza sin drama, melancolía que no se queja. Reis no se rebela: contempla. Y en su contemplación, recuerda que vivir también es saber retirarse a tiempo.
A esa contención le sigue, como un relámpago, la voz desbordada de Álvaro de Campos. Si Caeiro es el campo y Reis el templo, Campos es la ciudad. Es el alma que arde, el cuerpo que corre, el yo que se desborda. Ingeniero de profesión, poeta del exceso, su voz es un torrente que arrastra todo a su paso. Ama la velocidad, el ruido, el vértigo. Pero también conoce el abismo del cansancio, la náusea de existir. Campos quiere sentirlo todo, vivirlo todo, romperse en mil pedazos. Es el grito moderno, el yo que se agota, que se busca sin encontrarse. En él, Pessoa explora la conciencia como tormenta.
Y cuando la tormenta se disipa, queda el murmullo. Ese murmullo encarnado en Bernardo Soares, el contable de Lisboa que escribe como quien respira. No es un heterónimo completo, sino una sombra del propio Pessoa. Su prosa es un diario sin fechas, una meditación sin consuelo. El libro del desasosiego no cuenta una historia: la disuelve. Soares no busca sentido: lo describe. Su escritura es una habitación en penumbra donde cada pensamiento es una mota de polvo flotando en la luz. En él, Pessoa se acerca a sí mismo como quien se asoma a un espejo empañado.
Así, de voz en voz, Pessoa construye una filosofía encarnada. La creación de dichos heterónimos no es un juego literario, sino una declaración ontológica: el yo no es una unidad, sino una pluralidad. Su obra es una sinfonía de identidades, una coreografía de voces que se contradicen, se ignoran, se admiran. En un mundo que exige coherencia, él responde con multiplicidad. Su literatura dialoga con Nietzsche que también desconfió del sujeto como centro estable y coherente de la experiencia, y con Kierkegaard, que escribió bajo máscaras para explorar distintas formas de existir. Pessoa anticipa la posmodernidad, pero lo hace con una melancolía antigua, como si cada fragmento suyo llevara el eco de algo que ya se ha perdido.
Leer a Pessoa es comprender que su obra no se recorre: se habita; No se entiende: se siente. Al estilo de la filosofía antigua, en lugar de ofrecer respuestas, entrega preguntas envueltas en belleza. Y quizás por eso, en un tiempo donde el “yo” se afana entre pantallas, algoritmos y máscaras sociales, su voz —o sus voces—siguen hablando con una claridad que no proviene de la unidad, sino de la conciencia individual que sabe habitar la pluralidad sin disolverse en ella. solo quien se conoce profundamente puede mirar el mundo desde múltiples ángulos y seguir siendo sí mismo. Que, en el desasosiego, en la contradicción, en la mirada que se desdobla sin romperse, también hay una forma de verdad: no la del que se fragmenta, sino la del que se expande.
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