Dicen, en un asunto más de licencia poética que de realidad histórica, que fue el equipo el que dio el nombre a la ciudad, y no al contrario. Como hubiera sido, desde 1913, un onceno, que primero se vistió de blanco y, en los años treinta, de rojo y azul, estremece las almas, las edificaciones y las montañas de Medellín. En su centenaria existencia, unida a los telares y locomotoras, a los artesanos diversos y a las plazas de mercado, a alguna huelga y a la vida cotidiana de misas y procesiones, el DIM le ha dado carácter a la ciudad.
Es un equipo urbano, fundador de emociones barriales, creador de potreros y mangas en las que la muchachada de hace tiempos aspiraba a llegar a jugar a esa divisa gloriosa. El DIM inauguró el grito de gol en la pequeña villa y puso a soñar con balones (el primero de ellos llegó a Medellín en 1910) a los chicos que pedían sus regalos al Niño Jesús.
El DIM, un nombre que parece un mantra milagroso, y que sus hinchas no se cansan de repetirlo, se esparció como semilla pródiga por los barrios obreros (aunque su origen estuvo atado a las élites económicas) y se convirtió en el equipo del pueblo; sí, de los descamisados, de los carretilleros, de los sastres y zapateros; pero, a su vez, en una razón social de poetas y escritores. El DIM es canción y murga; carnaval y abrazo colectivo.
El añejo equipo, el mismo por el que pasó Moreno con su genio y su leyenda, el de Corbatta y Grecco y el Caimán, está adherido a la piel de la ciudad. Y a su espíritu. Se siente en el vendedor de helados y en la señora de las fritangas. Es popular. Y el hincha sabe que en el sufrimiento, en las esperas, en las agonías, hay siempre una luz, una premonición de que cuando la victoria llegue, el cielo estará en la tierra.
Ligado más a las tristezas que a las alegrías, el DIM, que es como una suerte de elogio de la dificultad, nos hace humanos. Nos hace pensar en que el mundo, el nuestro, el de sus aficionados, está hecho para ser conquistado y transformado, lo que nos salva de la bobada que produce el facilismo.
Sus fervorosos hinchas conocemos el fuego infernal y por eso, cuando de vez en cuando alcanzamos el paraíso, reímos y gozamos como un niño que descubre debajo de su almohada el regalo que tardaba y al que siempre aspiró. Cien años quizá no son nada para todas las glorias y apoteosis que nos esperan. Ser del DIM es pertenecer a la historia, y no todos pueden darse un lujo como este. Que el júbilo nos acompañe siempre.
(Escrito en Medellín, en el centenario del Poderoso (1913-2013), cuando el cielo de la ciudad se colmaba de serpentinas luminosas)