La responsabilidad cívica y social, me lleva a precisar que lo posteriormente escrito, compromete exclusivamente la opinión de la autora – como todas las columnas publicadas por esta servidora -, en virtud de la costosa libertad de expresión, baluarte de la democracia.
«Colombianos: las armas os han dado independencia, las leyes os darán libertad».
Francisco de Paula Santander
Es la noche del sábado 16 de marzo de 2024 cuando inició el camino que enruta la redacción de esta carta, dirigida al primer mandatario, comandante en jefe de mi nación, el Presidente de la República de Colombia, actualmente el Sr. Gustavo Petro Urrego. A quien escribo por motivo de sus declaraciones emitidas el pasado 15 de marzo de 2024 sobre convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, en razón exclusiva del compromiso que asumió para conmigo como ciudadana y aproximadamente 50 millones de ciudadanos colombianos más, al aceptar el mandato constitucional y posesionarse el pasado 7 de agosto de 2022, como jefe de Estado y de Gobierno.
Es importante recordar qué, institucionalmente Señor Presidente, usted es un servidor público. El poder que ostenta el Presidente de la República de Colombia está sometido a los límites del orden jurídico (constitucional) que acredita su validez y legitimidad. Si bien, el cargo presidencial se elige popularmente mediante un proceso electoral debidamente regulado, que acredita y garantiza la fiabilidad del voto como mecanismo de participación ciudadana; las facultades que su posición de autoridad constitucional le confieren, están sujetas al respeto y cumplimiento irrestricto de las leyes.
En la presente, quiero dejar de lado mis apreciaciones subjetivas sobre sus formas en el ejercicio del liderazgo o las tergiversaciones éticas que ensombrecen su gestión, dado que comprendo humanamente las dimensiones del poder. Poder que generalmente actúa como un vicio, alimentándose a sí mismo a costa de quien lo ostenta.
La investidura presidencial es inferior al orden constitucional y está sometida a los derechos políticos y la voluntad del pueblo, consagrado como autoridad fundante en nuestra Constitución Política desde el Preámbulo, como cimiento del Estado Social de Derecho. El pueblo es ese sujeto colectivo que ejerce la ciudadanía sustentada en los derechos políticos y las libertades individuales adquiridos en el contexto de un sistema democrático y republicano, en el cual, ninguna persona se encuentra por encima del imperio de las leyes, ya que filosóficamente existen en el Estado moderno como el acuerdo mayoritario de la razón al servicio de la humanidad misma, por encima de los impulsos más primitivos que también atraviesan nuestra condición animal. Ganar en un proceso electoral es una formalidad que reconoce la voluntad popular dentro de un orden sistémico que le otorga poder legítimo, siempre y cuando esté dentro de los márgenes del mismo.
Entiendo su argumentación crítica de la construcción ideal de la historia en occidente, no obstante, esta es la historia que enaltece los principios de libertad, igualdad y dignidad humana sobre los personalismos políticos que han terminado por hacer tránsito a totalitarismos en los que se anula cualquier atisbo de conciencia moral. Sus preocupaciones por las agendas globales no son menores, el cambio climático y las guerras son una realidad, pero su rol taxativamente establecido le demanda dedicarse a ejecutar el Plan de Desarrollo Nacional “Colombia, Potencia Mundial de la Vida”, refrendado democráticamente en la Ley 2294 de 2023 aprobada por el Congreso de la República y formulado por el equipo de gobierno bajo su mandato, cualquier exceso es ilegítimo y la eficacia de su cumplimiento es obligación del poder ejecutivo que usted encabeza.
En los albores de nuestra independencia, el entonces comandante en jefe Simón Bolívar, aguerrido y estratega combatiente, quiso postergarse en el poder y encaminar nuestra idea de país hacia una dictadura militar; por fortuna de la patria, su ensangrentado plan fracasó en manos de “los conspiradores septembrinos” que persistieron en proteger la sensatez de las normas, el orden de las leyes, aceptando que todo abuso del poder se revierte contra sí. La retórica no debería, pero al final tampoco puede, competir con la verdad; el conflicto armado y la herencia de guerras civiles que han hecho metástasis en la nación, dan cuenta de un sin número de aspirantes a tiranos caídos, pero con ellos, la degradación de un territorio inmensamente rico y vergonzosamente saqueado. Pese a las discrepancias propias del pensamiento crítico, motor de la autonomía, y en medio de la violencia y el desconocimiento, hemos logrado acuerdos normativos que protejan la integridad civil que destaca nominalmente a Colombia como República Democrática y a los colombianos como personas dignas, capaces y libres. Instar a una ruptura institucional del orden constitucional en Colombia, en un momento histórico en el que se fortalecen grupos subversivos y al margen de la ley, es implícitamente, abonar el terreno para una eventual guerra civil.
Finalmente, al Compatriota lector, respetar y rodear la Constitución Política de 1991, más allá de las emotividades y filiaciones políticas, hoy también significa cuidar de Colombia y lo que hemos logrado conjuntamente como colombianos, como sociedad cívica. Falta mucho por avanzar y nuestro sistema tiene flancos vulnerables que deben cuestionar nuestros imaginarios culturales acerca de los fines del Estado, la política y lo político. Pero, Señor Presidente, los procesos de mejora constante que garantizan el ejercicio derechos y libertades, y la generación de conocimiento para la optimización y democratización del acceso a servicios públicos de calidad; no significan la destrucción de lo construido, por el contrario, necesitan de una visión política de Estado más que de gobierno, un plan de trabajo riguroso, medible y coherente con nuestros modelos de gobernanza, pensamiento sistémico y sinergias, talento humano con habilidades gerenciales y competencias técnicas para la ejecución, y sobre todo, alineación institucional de todos los actores en el país, abnegación por parte de las autoridades en el servicio público.
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