Se cierra el PNIS, y ahora, ¿Qué sigue?

Vamos por partes. El Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos -PNIS- representa todo lo que está mal en una política pública. Primero, se diseñó a la carrera al cierre del Gobierno Santos y sin criterios de sostenibilidad, concurrencia o subsidiariedad; segundo, a los pocos meses de su puesta en marcha se convirtió en un mero instrumento de política electoral y en un pernicioso “botín sin fondo” para intermediarios sin escrúpulos; tercero, nunca se articuló a políticas de formalización de tierras o a la Reforma Rural Integral.

El tema podría pasar de agache, ya que el cementerio de políticas fracasadas se volvió algo cotidiano, pero el PNIS no es cualquier política pública, en tanto es un compromiso de Estado -derivado del punto cuatro del Acuerdo de Paz- como la política de priorización rural más compleja y costosa que alguna vez se haya implementado en el país. Con 99.000 familias priorizadas en tres modalidades -cultivador, no cultivador y recolector- su costo se fijó en 4,8 billones de pesos. Y aunque en un principio tuvo la virtud de llegar a núcleos cocaleros en otros tiempos inaccesibles, sus resultados a ocho años de su creación son tan precarios que justifican, sin atisbo de la menor duda, su cierre.

Y precisamente eso fue lo que decidió el Gobierno Nacional, no insistir más en una política sin futuro, un peso muerto sin perspectiva de mejora, garantizando, eso sí, un “cierre digno” para las familias beneficiarias que no se han logrado graduar de la ruta de sustitución; es decir, el 90% de las familias de 55 municipios y 14 departamento que, entre 2018 y 2019, le creyeron al Estado en su propuesta de desarrollo alternativo, y para ello, no solo erradicaron las matas de las cuales derivaban su subsistencia inmediata, sino que también entregaron el porvenir de su estabilidad socioeconómica. Vaya compromiso.

Sin embargo, el resultado no ha podido ser más lamentable, en poco tiempo, el PNIS se convirtió en una sigla sinónimo de incumplimiento, inseguridad, pobreza, desplazamiento, corrupción y desconfianza. Las familias que creyeron en aquella “propuesta de transformación rural” vieron rápidamente sus expectativas frustradas cuando la dichosa trasformación harto anunciada se limitaba a un lote de insumos caducos, unas pocas vacas enfermas y los infaltables subsidios. Muy pocas familias, menos del 5%, vieron sus expectativas cumplidas en una ruta de reconversión y estabilidad socioeconómica. Muy pocas.

En el camino, se han quedado cientos de miles de millones de pesos administrados por intermediarios y operadores de dudosa procedencia. Los mismos que inflaron el precio de los insumos y ciertos animales, generando una espiral de cuestionamiento sin distingo de territorio que amerita -como un capítulo aparte de esta historia- una investigación profunda y pública.

También se quedaron en el camino cientos de miles de familias que alcanzaron a suscribir acuerdos comunitarios y colectivos de sustitución, pero que no pudieron, debido a la prevención del Gobierno Santos o a la desidia del Gobierno Duque, individualizarlos para acceder formalmente como beneficiarios al programa. Por estos días, muchas de esas familias siguen reclamando ingresar al PNIS. Poco les parece importar tanto su estancamiento como su fracaso.

Ahora, el Gobierno debe coger el toro por los cuernos o la mata por el tallo -si se quiere- y avanzar en la implementación de su programa de sustitución. El mismo que lleva más de un año anunciándose con una ejecución limitada y focalizada, pero que no ha podido extenderse a otros territorios debido al embeleco, y eso lo entiendo, de darle continuidad al PNIS. Mientras tanto son miles de familias las que todavía están a la espera de un programa que les garantice un tránsito sostenible hacia modelos económicos rentables, preferentemente de carácter asociativos, cooperativos e industrializados.

El PNIS fracasó y no tiene sentido quedarse analizando el sobrediagnóstico del fracaso. Pero sí debe ser un antecedente que sirva para saber cómo no proceder con una política tan ambiciosa de priorización rural; sobre la importancia de garantizar la continuidad de políticas críticas entre gobiernos -sin importar las tendencias-; además, no desestimar la planeación técnica sobre las expectativas electorales cortoplacistas; y muy especialmente, aterrizar en un sentido de realidad los futuros acuerdos de paz que pongan en el centro al campesinado y a la economía cocalera.

En términos de sustitución de cultivos parece que todo está por hacer; inicialmente, se debe recuperar la confianza perdida en los últimos cuatro años y aprovechar aquella “ventana de oportunidad” que abrió una crisis cocalera que, por un lado, bajo sustancialmente los precios de la pasta base en zonas de cultivo afectando de entrada su ruta comercialización, y por otro lado, obligó a los campesinos a buscar nueva fuentes de subsistencia priorizando, en el mejor de los escenarios y cuando no se ha dado un traslado a otras economías ilícitas, los esquemas asociativos.

Lo cierto es que mientras el Gobierno Nacional -ojalá de la mano con los gobiernos territoriales- llega con la nueva política de sustitución, lo que se ve en muchos de estos territorios es pobreza y desplazamiento. El Gobierno debe meter con urgencia el acelerador y poner más énfasis en la situación de cientos de miles de familias que vienen padeciendo hambre. Porque el hambre no da espera y no da tregua.

Fredy Chaverra Colorado

Politólogo, UdeA. Magister en Ciencia Política. Asesor e investigador. Es colaborador de Las2orillas y columnista de los portales LaOrejaRoja y LaOtraVoz.

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