Salvador Allende, Chile y la probabilidad

Un ultraje de esta dimensión sólo podrá ser metabolizado y superado con la implacable persecución de los vividores y rufianes de ambos sexos que se apropiaron de una fortuna tan monumental, a vista y paciencia de la opinión pública nacional y mundial. Condenados a las más drásticas sentencias. Y acompañados de un acto de constricción y mea culpa de un pueblo carente de valores morales que toleró, si no es que alcahueteó, una violación de dimensiones tan apocalípticas. Para la conciencia nacional es una catástrofe de dimensiones cósmicas. Que cada quien cargue con sus responsabilidades.

Antonio Sánchez García @sangarccs

          Leo un libro testimonial de alta importancia, pues su autor es un historiador chileno, de raigambre aristocrática y tradicional, conservador, biógrafo y ministro de Augusto Pinochet y conciencia histórica de la derecha chilena, Gonzalo Vial Cox. Su título: Salvador Allende, el fracaso de una ilusión. Es un ensayo relativamente breve, de poco más de una centena y media de páginas, en las que con una lacerante objetividad y las mejores intenciones, traza el via crucis del líder socialista chileno y la tragedia en que desembocó su gobierno, tocando los que le parecen los aspectos fundamentales de su biografía política y vital. Desde luego, mis prejuicios y preconceptos ante un pensador de la extrema derecha pinochetista se diluyen en cuanto abro la primera página: la ecuanimidad y la indulgencia con las que se acerca al estadista chileno son absolutamente notables y dignas de mención. Para Vial, Salvador Allende «merece respeto por su consecuencia política, por su consecuencia social y por su probidad como dirigente político…Primero, destaco su fidelidad a una misma concepción política. Allende fue siempre un socialista, nada más que un socialista y nunca dejó de ser socialista.»[1]

         Al aproximarse al perfil humano del responsable de la más espantosa tragedia política chilena, – «la crisis más grande que ha enfrentado la Patria», escribe el prologuista, Álvaro Góngora -, no puede ocultar Gonzalo Vial la velada simpatía que le despierta el personaje: fiel a su causa, leal con los suyos, intransigente en la defensa de sus principios, simpático y seductor, generoso más allá de toda medida pero, y eso es lo que quisiéramos destacar, de una probidad ejemplar. Una característica propia de su severo talante, pero también propia de la majestad del cargo de un país afamado por la honestidad y decencia de sus ciudadanos: «Por último cabe señalar otra cosa que es importante en la manera de ser de cualquier individuo, y con mayor fuerza cuando se trata de un hombre público: su probidad. Desde el poder no incrementó en nada su patrimonio personal…En este sentido se ciñó al molde que en general es característica de los inquilinos de La Moneda, que no hacen fortuna con cargo al erario nacional ni aprovechando la influencia que indudablemente proporciona el cargo.»[2] Para los venezolanos de hoy, hundidos en las marismas del peor desfalco ocurrido en la historia de la humanidad, algo cercano a los cuentos de Las Mil y Una Noches.

          Son dos rasgos destacados por Gonzalo Vial, entre otros, notables y dignos de elogio, si bien es preciso señalar que fueron comunes en el ejercicio de las altas magistraturas de Chile, en primer lugar, pero también de otras repúblicas tradicionales de Sudamérica. Contra todos los infundios hechos públicos, convertidos en matriz de opinión y generalizados por los mayores saqueadores y criminales arribados al Poder de Venezuela luego del golpe de estado del 4 de febrero, pero en particular desde diciembre de 1998 hasta hoy, es la demostrada e incuestionable probidad de la mayor parte de los presidentes democráticos venezolanos desde Rómulo Betancourt hasta Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera. Es proverbial el orgullo exhibido por el primer presidente de la era democrática, Rómulo Betancourt, en su discurso de despedida de su cargo de presidente de la República cuando afirmó que sus cinco años de gobierno se saldaban con la enseñanza de que era perfectamente posible gobernar a nuestro país, habituado al saqueo de sus tiranos y dictadores desde los comienzos mismos de la República, sin haberse robado ni un solo bolívar del erario nacional.

          He conocido los domicilios en que vivieran todos nuestros presidentes, desde la Quinta Pacairigua, en Los Palos Grandes, donde viviera Rómulo junto a su familia, hasta los domicilios de Raúl Leoni, Rafael Caldera, Jaime Lusinchi, Luis Herrera Campins, Carlos Andrés Pérez, Octavio Lepage, Ramón José Velásquez. Todas de una modestia propia de la modesta y tradicional clase media venezolana. Ninguno de ellos enriquecidos en el cargo. Así los sedientos políticos, intelectuales y perros mediáticos que medraban de la libertad y la democracia a la espera de dar el zarpazo definitivo a nuestras instituciones: José Vicente Rangel, Jorge Olavarría, Ramón Escobar Salom, Arturo Uslar Pietri, Juan Liscano, Alfredo Peña y la jauría de hambrientos chacales de sus entornos, enlodaran a quienes llevaban el timón de nuestra zarandeada democracia. Tuvo que desatarse la crisis, reventar el tumor canceroso anidado en los cuarteles,  y caer el tesoro nacional en manos de la gavilla de voraces asaltantes uniformados y sedientos militantes de la izquierda radical, del Partido Comunista, del PSUV y de la nueva boliburguesía estatal, digamos: del comandante Chávez y su familia, del afamado Tuerto Andrade, de Raúl Gorrín, Diosdado Cabello, Rafael Ramírez, Tarek El Aissami y todos cuantos lograron acomodarse a la sombra del teniente coronel – desde su enfermera hasta sus guardaespaldas – para escenificar un hecho absolutamente inédito en la historia mundial: el comprobado saqueo de cuatrocientos mil millones de dólares. Posiblemente el hecho político policial más ominoso ocurrido en la historia de Occidente desde la existencia de las democracias liberales.

          Chile tuvo que esperar a las ejecutorias del gobierno dictatorial de Augusto Pinochet, – cuyo omnímodo poder durante diecisiete años le permitió apropiarse indebidamente de siete millones de dólares, lo que le arrastró el repudio de sus congéneres, sin que sepan posiblemente hasta el día de hoy que tal cifra debe ser menor a la gastada por el tuerto Andrade en regalos para sus viejas amigas de la farándula venezolana – los exitosos gobiernos de la Concertación y los aún más exitosos gobiernos de Sebastián Piñera para habituarse a escuchar montos de esa magnitud – tres millones de millones de dólares que según todas las fuentes engrosaron las arcas fiscales gracias al precio del petróleo durante los años de gloria del teniente coronel Hugo Chávez. Una cifra que en manos de cualquiera de los ex presidentes de Venezuela o de los jóvenes dirigentes de la oposición democrática, hubieran puesto a Venezuela a la cabeza de la región en desarrollo, progreso material y grandeza cultural. Y que en manos de los voraces buhoneros  del militarismo y la izquierda marxista venezolana engrosaron las cuentas bancarias de todos sus escogidos, sirvieron a la expansión del castro comunismo chavista en Sudamérica, sin dejar una sola obra en su país de origen,  degradado a la nación más misérrima y empobrecida de la región. Si no, del Tercer Mundo.

          Un ultraje de esta dimensión sólo podrá ser metabolizado y superado con la implacable persecución de los vividores y rufianes de ambos sexos que se apropiaron de una fortuna tan monumental – se calcula en cuatrocientos mil millones de dólares lo saqueado – , a vista y paciencia de la opinión pública nacional y mundial. Condenados a las más drásticas sentencias. Y acompañados de un acto de constricción y mea culpa de un pueblo escarnecido y carente de valores morales que toleró, si no es que alcahueteó, una violación de dimensiones tan apocalípticas. Para la conciencia nacional es una catástrofe de dimensiones cósmicas. ¿Servirá de algo? Que cada quien cargue con sus responsabilidades.

[1] Gonzalo Vial, Salvador Allende, El Fracaso de una Ilusión, Santiago, 2003. Pág.32.

[2] Ibídem, pág. 42.

Antonio Sánchez Garcia

Historiador y Filósofo de la Universidad de Chile y la Universidad Libre de Berlín Occidental. Docente en Chile, Venezuela y Alemania. Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania