Retrato de autor

El que más me intriga es ese hombre de 38 años encerrado en una cabina forrada en madera y más o menos convencido de un exilio definitivo y aterrador: “Se me están enfriando los mitos”, le dice el hombre, que se ha descrito a sí mismo como un costeño “errante y nostálgico”, a Luis Harss, su contertulio y entrevistador, su lector atento y retratista, un chileno con raíces en Argentina, Nicaragua, París y Londres que se encargaría de poner el manuscrito de su más grande empeño en manos del editor definitivo.

Harss visita al escritor mientras se distrae en medio de la filmación de una película cerca del lago Pátzcuaro, a 300 kilómetros del Distrito Federal. Es seguro que el “bigote que escribe” llegó hasta allá en su Opel blanco y sus zapatos ídem. Corre el año 1965 y un grupo de escritores latinoamericanos se vigilan y buscan formar un redil de sublevados. El colombiano “sabe que lleva la bandera del progreso –dice que la exuberancia de la novela latinoamericana es la única respuesta a la esterilidad del nouveau roman francés– y se enorgullece de su papel”. Sus tres libros publicados comienzan a tener eco y los círculos lectores hablan de las viudas, los generales y los médicos que adivinan desastres y esperan milagros en esas novelas primerizas. Según Harss, el personaje tras la Olivetti “es duro y macizo, pero ágil, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados. Luce una camisa de sport abierta, pantalones estrechos y un saco oscuro echado sobre los hombros.”

Lleva cuatro años en México que han confirmado algunas de sus supersticiones heredadas. El día de su llegada al país, 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se mató de un balazo en la cabeza en un pueblo de Idaho. Con una cruz en el almanaque se pueden subrayar algunas de las líneas del retrato de Harss en su libro Los nuestros: “Aparecen esas misteriosas y fatales afinidades que unen a la gente más improbable por algún rasgo secreto que comparten como una maldición común”. Ese escopetazo marcó unos años de sequía para el escritor que aburría a sus vecinos con su tecleteo y se atrasaba uno o dos meses en el arriendo de su casa en la calle de la Loma 19, en San Ángel Inn. Le asaltaban dudas sobre si estaba dedicado a un “virtuosismo estéril”. Su manía por la técnica parecía haberlo acorralado.

Y sonaba un balón contra la puerta del garaje de sus casa. Pabo de Llano lo ha contado en una crónica de esta misma semana en El País de España. Unos vecinos de la época todavía viven frente a esa casa asediada por fotógrafos y peregrinos, y con el espacio blanco de una placa robada. El papá y sus hijos usaban el garaje como portería para los tiros de esquina callejeros: «Tiraban el centro y aquí de volea la agarrábamos en el aire y pum, contra la puerta cerrada…Él salía enojado y decía, ‘muchachos cabrones, no hagan ruido carajo, que estoy escribiendo'». Es fácil reconocerlo por el lenguaje y su bata azul de cuadros o su saco de pana, sus bluyines y sus zapatos de gamuza.

El mundo festivo de mariposas y flores amarillas que adorna el homenaje de hoy era ajeno a las lecturas de la época. En ese primer esbozo Macondo era percibido como el escenario de un entierro colmado de recelos y desconfianzas: “la normalidad es la ley del hampa en Macondo, donde acecha un asesino en cada alma…” El escritor compara la política en su país con la “orgía de desesperación” en su pueblo imaginario, ese que apenas se está poblando. Y el entrevistador entrega su sentencia anticipada: “Se instaló optimista en el fantasioso suburbio residencial de San Ángel Inn, de donde a lo mejor, si los tiempos son crónicos, no saldrá más”.

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