Retorno a Comala: Una relectura de “Pedro Páramo”

El murmullo silente se transforma en coro grotesco. La muerte de Juan Preciado es inevitable en este llano sumergido en el pozo de recuerdos resonantes que es Comala. Y la única forma que halla para encontrar su origen es la sumersión en el pasado, el mundo de los muertos.


Hay dos preguntas que me embargan hasta este punto: A quién miran suplicantes los moribundos arrancado ya su último aliento y qué claman en su hora definitiva con tanta desesperación, como para prolongar su petición hasta el silencio obligado de un taco de algodón mal atravesado en la garganta y un hilito que violentamente apuntala la quijada de esa maloliente muñeca de trapo. Con qué gracia se mueven esas extremidades flácidas y vaciadas de toda voluntad, cual títeres en la obra de peor gusto que pueda dirigir la naturaleza. El frío les es propio; las moscas, las larvas, su única prole posible hasta el derretimiento negro y fangoso de un esqueleto siempre prisionero de la carne. Y qué sombrío destino el de quienes se escurren en llamas para confundirse entre el aliento. Santificada sea la ceniza en este viaje de martirio cuaresmal, atravesado por el dolor de lo que fue y la desesperanza de lo que no podrá ser.

Inicia el descenso. El inframundo abre sus puertas a viajeros desorientados en la tierra de demonios y suicidas. Un cruce de caminos es la excusa de Rulfo para la aparición fantasmagórica de quien enterrase por el resto de la novela en Comala a Juan Preciado. A partir de allí, el mundo se hace liviano, sordo y sofocante. Sólo dos voces supraterrenales parecen sobrevolar el pueblo vacío y desordenado. Intervendría apropiadamente Porchia: “Iría al paraíso, pero con mi infierno; solo, no”. Susana y Dolores habitan otro lugar como etéreas diosecitas que, acariciando sus heridas, ya no tienen más sangre por derramar ni otro medio por el cual una raíz invisible las arrastre a lo profundo de las tablas ennegrecidas de anónimas tumbas. Muertas pero insepultas vagan entre las nubes y truenan sobre las cabezas ahuecadas de los encarcelados.

Prisioneros atemporales en una linealidad caótica, el viaje de Juan Preciado se desarrolla en el caminar sobre una cuerdita enmarañada que termina alrededor se su cuello y le ahorca hasta el aturdimiento. Los murmullos vienen y van; se mezclan, separan, agolpan, uno sobre el otro y otro además, y la orgía de recuerdos crea una masa informe y aparentemente acéfala retorciéndose en estertores inacabados y ahogadas convulsiones. La búsqueda por el origen es imposible si no se está dispuesto a perderse en esa voz que evoca otra voz, y detrás de ellas diez, cien y mil que le secundan. El murmullo silente se transforma en coro grotesco. La muerte de Juan Preciado es inevitable en este llano sumergido en el pozo de recuerdos resonantes que es Comala. Y la única forma que halla para encontrar su origen es la sumersión en el pasado, el mundo de los muertos.

Las voces trasformadas en gritos. Sólo se escucha un eco mas no un decir. Y, aun así, sólo es por el lamentar de los condenados que el pueblo se constituye como sempiterno sermón fúnebre, yendo y viniendo, buscando quién pueda al fin dictar el amén que cierre la ceremonia. Pero el perdón no llegará. La culpa se revela como cárcel y carcelero. Pedro Páramo se viste de Caín y toma su báculo señorial para clavárselo derechito por toda la espina dorsal a sus hermanos abelitas. Lo que no se dobla, se quiebra, y lo que se quiebra sangra hasta secar la tierra. Mírese a las manos de don Pedro: todavía late fresco el aliento divino de sus víctimas que llaman hoy y siempre por su castigo. Con una espada sobre la cabeza, reposa herido, y en la sangre que brota incesante del puñal atravesado en sus ya gelatinosas carnes, restriega su pecado sobre el rostro empolvado de Comala. Maldita sea para siempre. El cainita apunta con el dedo hacia sus tierras usurpadas y se viste ahora de Dios. Balanza en mano, él es la ley. Resolución del caso: Errancia eterna.

Y así, revolcándose sobre tumbas abiertas, Juan Preciado halla en el frío de sus huesos la huella pecadora de su padre. Nació manchado para morir entre los manchados. Se constituye adámico: yace en el pueblo todo y el pueblo todo yace en él, y, de la misma manera, la culpa y su condena.

Cementerio encarnado, su identidad se fragmenta en historias ignotas y secretos enterrados. Siente todavía a flor de piel la descomposición progresiva de sus congéneres extraviados, tanto como la beata tristeza de Susana y la divina indignación de su madre. La lucha de Juan Preciado no es suya, ni sus ropajes mortales auténticos. Su único descubrimiento es el de la extranjería de sí, como también la propiedad de la culpa que le tacha, firmada y autenticada en cada una de sus células.

Mas salvación es lo que queda. Redención, perdón por el que clama Comala. Pero ¿cómo se sepulta el crimen, la indiferencia y la cobardía? La muerte no fructifica. Lo único que parece ser claro en todo “Pedro Páramo” es que la culpa es compartida, pero la salvación siempre individual.


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Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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