Réquiem por la salud

Esta historia puede ser tan real o tan ficticia como usted, querido lector, lo considere. El suceso de hechos que voy a narrar puede resultar tan familiar que quien avance por estas líneas puede sentirse incluso identificado.

A veces resulta increíble cómo los destinos de los humanos se pueden unir cuando confluyen cierta cadena de hechos, acciones y necesidades, como veremos en este relato, ahora sin más preámbulos iniciamos.

Nuestra historia inicia en la mañana de un día de abril, un día de esos que son raros, donde el clima es impredecible y cuenta con pequeñas variaciones, pasando de un calor tenue a una lluvia leve en menos de una hora.

El personaje principal debe salir de casa a tiempo pues tiene una cita médica, a la que se vio obligado a asistir por el simple hecho de que hace más de 5 meses la EPS donde está afiliado no le entrega los medicamentos que necesita para vivir.

Este punto será relevante: los medicamentos no son opcionales en la vida del personaje, son fundamentales. Debe inyectarse todos los días, al menos en cuatro ocasiones, pero a pesar de esto la EPS sólo le dice que no, “no hay, regrese después”, una y otra vez ha escuchado el mismo discurso mientras las semanas pasan y la solución se hace menos visible.

En todo caso tras la cita se cumplió uno de los objetivos que tenía el paciente, renovar la fórmula, ahora con ella- al menos en teoría- podría ir a la farmacia de la EPS y solicitar los medicamentos que le han negado mes tras mes.

La fila para ingresar a la farmacia era en pocas palabras larga y se movía lentamente, pero en el ir y avanzar un paso o moverse a la derecha o la izquierda cualquier persona con la mínima habilidad de escucha podía encontrarse con otra historia fascinante de un paciente insatisfecho.

Atrás de nuestro personaje había un señor vistoso, delgado, ya mayor, con la energía de un joven, unos tenis y la fórmula en la mano, ¿y usted qué viene a retirar?, le preguntó el personaje al señor, “pastillas para el colesterol, para mi mamá y para mí”, contó el señor.

Con este simple cruce de palabras, el personaje principal le dio rienda suelta al señor que guiado por su ánimo empezó a hablar hasta por los codos. Relató que en su casa eran diez hermanos, y que hacían turno para retirar los medicamentos de su madre, “entonces yo dije que venía por los medicamentos, con tal de que los den”, dijo con una vaga esperanza.

Luego leyó con detenimiento la fórmula que traía, una de ellas era de su mamá, “las pastillas de mi mamá son las más costosas, pero las que yo necesito si son mas baratas”, agregó mientras contaba que por eso compró en días pasadas su formula ante la negativa recibida por la EPS.
Eso sí, siguió reiterando que las de su madre no las podían comprar por su elevado costo, ya que “no se podían dar ese lujo”. En medio de la plática animosa sobre los medicamentos y las falencias de un sistema de salud agonizante este señor dijo que venía de un municipio muy al norte.

El nombre del lugar despertó la atención de una mujer que escuchaba con detenimiento la charla iniciada, pero no se atrevía a intervenir la conversación.
“Ay, ¿usted es de ese pueblo?, con razón se me hacía conocido”, mencionó mientras entraba en la charla y confirmaba que era del mismo lugar. Esta mujer vestida con ropa deportiva y con un balón de baloncesto en las manos también hacia la tediosa fila que no avanzaba para reclamarle medicamentos a su mamá.

Los ánimos de quienes estaban en la fila no eran los mejores, se unía al desespero, la ira por la injusticia de un sistema de salud que no es humano, y en algunos casos el agravante de estar en mal estado físico o mental, o de no saber si la medicación de la fórmula expedida por un médico la entregarían o no, -y en general- de no saber porqué en Colombia la vida vale tan poco.

El tiempo transcurría con el clima enrarecido, la fila a las afueras de la farmacia cumplía una hora y media pero no avanzaba, era lenta. El cielo cambió de azul a gris, mientras las nubes descargaron una suave brisa.

“¡Mamá, está lloviendo!”, exclamó como si descubriera el mundo a cada paso una niña de cinco años que acompañaba en la eterna fila a su mamá. Con su hermoso cabello afro en dos coletas y el uniforme de la escuela la niña -notablemente aburrida- era la fiel compañera de su madre. Cuando esta se distraía y se unía a la charla respondiendo a qué venía, por qué medicación y su percepción sobre el sistema de salud, la pequeña aprovechaba y cogía piedras del piso.

Contaba en desorden las decenas de piedras que tenía, saltaba de 10 a 40 y de 40 a 65, hasta que su mamá le decía que no recogiera basura del suelo. El tiempo se había pausado para nuestro personaje principal, escuchando las luchas de sus acompañantes, pero la fila no avanzaba, parecía detenida.

Con la fórmula en la mano las señoras y señores de la tercera edad irritados acudían al vigilante en busca de respuestas: “señor, ¿hay de este medicamento?”, a lo que el vigilante respondía «haga la fila y cuando este acá pregunta”, pero para muchos la respuesta implicada un esfuerzo en vano, era hacer toda la fila de más de una hora que daba la vuelta a la cuadra para nada, ¿eso acaso tenía sentido?, claro que no, carecía por completo de sentido, de lógica y de todo, pero a esta altura de la fila, ¿qué tenía sentido?

Nuestros cinco personajes entraron después de 2 horas a la farmacia, sin embargo pero para saber si en el lugar tenían disponibilidad del medicamento había dos filas largas y extensas como la anterior, pero eso sí, en sillas.

El orden al interior era diferente, cuando atendían a una persona todos se corrían un asiento y así sucesivamente en un incómodo parar y sentar porque la entidad de farmacia que había antes en la EPS quebró y la que la reemplazó no adquirió ni siquiera una tiquetera con turnos, o una pantalla para saber en qué taquilla atendían a cada persona.

La fila entonces se disipó al interior, las cinco personas seguían allí, pero más distanciadas inmersas en sus propios pensamientos, en el cansancio de esa fila interminable que cada mes sin falta debían hacer con la vaga esperanza de que les entregaran los medicamentos que necesitan, (seré muy enfática en esta palabra).

Fueron tantas las veces que nuestro personaje debió pararse y sentarse, pararse y sentarse, pararse y sentarse para poder avanzar que perdió francamente la cuenta, aunque esto ya era lo de menos: se completaron dos horas dentro de la farmacia y todavía no sabía si había o no medicamento.

Cada vez que se observaba una silla vacía las personas alrededor decían imperantes, “pase pues de silla”, con esa desazón, con esa necesidad de ser tratadas con dignidad por un sistema que se olvidaba del bienestar de sus usuarios con tanta frecuencia.

Nuestro personaje con un sentimiento parecido a estar a la deriva y sin saber qué suerte le esperaba, no decía nada sólo avanzaba, tratando de entender la frustración de quienes hacían la fila, su desgaste, su necesidad.

Faltaban pocos turnos para que nuestras cinco personas fueran atendidas, y uno a uno fue pasando a la taquilla a preguntar si había medicación, “si esperamos lo más, ya falta lo menos”, sentenció el señor con cierta emoción, “a eso si es verdad”, respondió la madre de la niña.

Nunca sabremos los nombres de estas personas, se unieron en la fila por las condiciones del día, por una misma dolencia, por una misma necesidad, quizá también por un cruce del destino, pero es probable que nunca más se vuelvan a ver, que no vuelvan a coincidir.

Todos pasaron a la taquilla y les dijeron que siguieran a la parte final de la farmacia donde se hacía la entrega de medicamentos, menos a nuestro personaje principal al que le dijeron que no había, “pero, ¿de verdad no hay nada, necesito seis medicamentos, no hay ni uno de la fórmula?, preguntó, “no”, dijo la asistente. Vaya a la farmacia y allá le dan un papel para que pueda regresar todo el mes a ver si ya hay medicamentos, “está bien, gracias”, dijo, con profundo desagrado.

Todo estaba en un caos irremediable en la mente de nuestro personaje, la espera no dio resultados, pero de la nada una señora irrumpió ingresando al lugar con un chaleco donde se leía en letra grande: DERECHOS HUMANOS, con una bolsa de medicamentos donde por un golpe de suerte también estaba el medicamento que nuestro personaje necesita para vivir, la señora dijo a los pacientes de las sillas que ella podía darles mediación, que todo lo que tenía se lo donaban, e invito a quienes no recibieron nada de la EPS a que la siguieran hasta una esquina en las afueras del lugar.

Como lo dijimos, fue un milagro que la señora de derechos humanos se atravesara en la tarde de ese día de abril en la vida de nuestro personaje principal. Aunque no le dio todo lo de su fórmula, le brindó varios de los medicamentos que necesitaba, alimentado la esperanza de que en la otra visita a la farmacia tal vez todo mejorara, tal vez le entregaran los medicamentos que le han negado por meses de forma descarada.

Las personas que conoció en la fila sólo serán vistas de nuevo en los vagos fragmentos que quedaron de ellos en la memoria, hasta que sus historias se diluyan como las decenas de historias de las personas con las que nuestro personaje se ha encontrado en las filas eternas.

Al llegar a casa y no recibir ninguna de los suministros que necesita de su EPS, el personaje leyó una noticia que lo arrimó al abismo de la incertidumbre de nuevo, el gobierno intervendría una importante EPS con más de 5 millones de afiliados.

Todo indicaba que el presidente siguiendo desesperadamente su ego, y el deseo incontrolable de que avance la reforma a la salud, sacrificaba la salud de miles de nadies, los nadies que lo votaron, los nadies que fueron enarbolados en casi todos sus discursos políticos en campaña, ahora esos mismos nadies son vistos como un botín, se juega con sus vidas a costas de pasar la tan anhelada reforma, asistiendo al Réquiem por la salud.

Sara Marín

Soy periodista de la Universidad de Antioquia. He trabajado en medios como el Colombiano y RCN Radio. Me gustan los temas políticos, internacionales, sociales e históricos y amo profundamente el oficio.

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