“La educación del siglo XXI no puede basarse en el miedo y la presión. Debe fundamentarse en el respeto, la empatía, y la convicción de que cada estudiante merece un espacio seguro para aprender y crecer. Solo así, podremos superar la noción dañina de la «generación de cristal» y construir un futuro donde la excelencia académica vaya de la mano con el bienestar emocional y mental de nuestros estudiantes.”.
Recientemente, la trágica muerte de una joven residente de medicina de la Pontificia Universidad Javeriana ha sacudido a la opinión pública en todo el país. Catalina Gutiérrez Zuluaga, quien se encontraba adelantando su residencia en cirugía, decidió quitarse la vida, dejando una carta de despedida que reflejaba el sufrimiento y la presión insostenible a la que estaba sometida. Este doloroso episodio no es un caso aislado. Más bien, nos obliga a confrontar una realidad que ha permeado diversas áreas de la educación superior: el acoso y el maltrato académico.
El ámbito médico, como lo han señalado muchos, es uno de los más afectados por esta cultura de la hostilidad. Sin embargo, este fenómeno trasciende a otros campos como la gastronomía, la ingeniería, y por supuesto, el derecho. Los ambientes académicos, en vez de ser espacios de crecimiento y aprendizaje, a menudo se convierten en terrenos hostiles, donde la competencia feroz y las humillaciones se disfrazan de rigor académico.
Es alarmante que en lugar de abordar este problema, algunos sectores se han empeñado en etiquetar a los estudiantes como la «generación de cristal». Esta noción, que desestima las quejas y luchas de los jóvenes, es peligrosa. No solo minimiza el sufrimiento real que muchos enfrentan, sino que perpetúa una cultura de abuso que tiene consecuencias devastadoras.
Llamar a los estudiantes “débiles” o “frágiles” porque se atreven a señalar las injusticias y a demandar un trato más humano es una forma de perpetuar el maltrato. Es esencial que como sociedad, especialmente desde las instituciones educativas, nos comprometamos a repensar las prácticas docentes. Esto incluye reformular las metodologías de enseñanza y evaluación, y promover un ambiente de respeto y empatía.
En este contexto, es crucial revisar los enfoques de evaluación en nuestras instituciones. Tradicionalmente, la educación, especialmente en el derecho, ha estado dominada por un paradigma positivista, que prioriza los exámenes estandarizados como la única medida del conocimiento. Sin embargo, este enfoque, aunque útil en ciertos contextos, es insuficiente para captar la complejidad del aprendizaje en disciplinas que requieren reflexión crítica y habilidades argumentativas.
Es necesario avanzar hacia un paradigma que valore la interpretación, la comprensión y la reflexión, elementos esenciales en la formación de profesionales del derecho, la medicina y otras áreas. En lugar de generar miedo, la evaluación debe ser un proceso formativo, que permita a los estudiantes aprender de sus errores y crecer como individuos y futuros profesionales.
La situación de Catalina Gutiérrez Zuluaga y otros tantos jóvenes nos recuerda que es urgente repensar la manera en que enseñamos y evaluamos. No podemos seguir tolerando una cultura académica que normaliza el maltrato y la deshumanización. El compromiso debe ser con una educación que forme, pero que también transforme, una educación que promueva el bienestar de los estudiantes y que los prepare no solo para ser profesionales competentes, sino también personas completas y resilientes.
Como docente de derecho, es fundamental reflexionar sobre cómo los paradigmas de evaluación influyen en la formación de futuros profesionales del derecho. El enfoque positivista, centrado en exámenes estandarizados, puede no ser suficiente para captar la complejidad del aprendizaje en el ámbito jurídico, donde la interpretación y la capacidad de argumentación son cruciales. Por otro lado, el paradigma hermenéutico, que valora la comprensión y la reflexión, podría ofrecer una evaluación más rica y significativa para los estudiantes de derecho.
La evaluación en el derecho debería entonces balancear estos enfoques, promoviendo un aprendizaje que no solo mida el conocimiento adquirido, sino que también valore el proceso de aprendizaje, la capacidad crítica y la reflexión ética. Incorporar herramientas de evaluación que fomenten estas habilidades será clave para preparar a los estudiantes para los retos del siglo XXI en el ámbito jurídico.
La educación del siglo XXI no puede basarse en el miedo y la presión. Debe fundamentarse en el respeto, la empatía, y la convicción de que cada estudiante merece un espacio seguro para aprender y crecer. Solo así, podremos superar la noción dañina de la «generación de cristal» y construir un futuro donde la excelencia académica vaya de la mano con el bienestar emocional y mental de nuestros estudiantes.
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