“Creo que, para llegar a ese nivel de iluminación de la consciencia, la vida le habría de enseñar con lecciones de dolor. A veces uno las necesita. En el sufrimiento se abre el entendimiento, plagado de materialismos y seguridades bobas…”
Años en silencio. Todo se resumía a rumores de plataformas de redes sociales, donde la vitrina de la vida mostraba sólo los happy moments. Videos y fotografías postales retocadas con potentes filtros de apps y smartphones matizaban el momento conforme la emocionalidad que se pretenda resaltar y mostrar.
El primero con quien me encontré fue con Carlos. Hacía ya 29 años que no lo veía. Había estado acumulando años en su cuerpo, estaba más gordo de lo habitual. Todas las horas de rutina en el gimnasio tal vez lo habrían aburrido y decidió ser feliz y, quizás, no extender su estadía en este hotel llamado existencia.
Después del abrazo, las frases soeces, los gestos corporales que denotaban décadas de triquiñuelas, del primero que se acordó fue de Pedro. Después de recordar sus peripecias, no tardó en preguntarme por su vida.
Le respondí que un día le escribí por mensaje directo en redes sociales:
– Querido amigo mío quisiera que al recibir la presente te halles bien y que la suerte te acompañe por doquiera…
No entiendo por qué nunca me contestó. Siempre fue muy meditabundo y tal vez la lejanía lo habría más vuelto más taciturno.
Casi de inmediato, como quien planea un encuentro furtivo, apareció Misael al fondo del pasillo. De inmediato nos fuimos a un viejo café del centro histórico. Comenzamos a hablar de todo. Cada quien no tenía reparos en contar sus experiencias. La vieja edad no permitía aprovechamiento estratégico de la información.
Carlos miró su reloj y exclamó en voz casi imperceptible:
– Reloj no marques la hora porque voy a enloquecer…
Creo que estaba aburrido de las pastillas y del ritual preciso del tiempo que le indicaba su medicación. Estaba viejo y enfermo.
El centro histórico no era tan histórico. Nuevas reformas urbanas habían eclipsado su antigüedad, pero aun así nos hacía remembranza que era lo único que había de ver de nuevo cuando éramos niños todos, así como punto de encuentro obligado los fines de semana. Hoy lo habíamos reemplazado por enormes y multiformes moles de concreto llamadas centros comerciales y sin los cuales nuestra descendencia no sería feliz. O al menos en parte.
– ¿Quién recuerda el barrio chico, las cuadras de casas alargadas? – interrumpió Misael.
Me abstraje de aquel lugar. Mi mente, como en una especie de traslación del alma, viajó al evo, a reminiscencias empolvadas transmitidas por los viejos, por nuestros ancestros próximos.
Asombrados todos de aquel accidental encuentro, mejor que si lo hubiésemos planeado, divisamos en la distancia de la vía peatonal del frente a Mike. Recordé que no se llama Mike pero tampoco evocaba su nombre verdadero. Siempre le gustaba estar a la vanguardia de todo y por eso aquel apodo extranjero. Luego del ritual protocolario de saludo, se incorporó a la conversación. Pidió un expreso sin azúcar y se animó a realizar viajes al pasado. Nos contó sobre su vida de influencer, lo que cuesta ganar seguidores y redituar ganancias, pese a que invertía bastante viajando por el mundo, contando sobre lugares insospechados que más del 80% de la población mundial desconoce.
La sorpresa nos la dio Agustino. Siempre fue de mayor edad que nosotros. Muy hábil con el verbo hablado. Había sido político. Creo que buscaba redención del tiempo y de sus antiguos electores. Le recordamos la antigua rivalidad con Misael por Julia, hasta que Misael ganó. Los dos le llevaban serenata, pero pudo más el verbo de Misael que el de Agustino.
– Recuerdas que los dos le llevábamos serenatas – recordó Misael.
Sin embargo, y aunque Julia no había querido establecerse con Agustino, éste algunas veces recordaría aquella frase que le dijo la última vez que se vieron:
– Vas a ser grande, pero sobre todas las cosas nunca te olvides de Dios.
Creo que Agustino vagamente recordaba esa frase, pero esa mañana la recordó, la mezcló con mil cosas más de su vida y súbitamente expresó:
– ¡Dolor! El dolor me hizo un creyente, o como diría Mike, me hizo un believer.
Se hizo una autoevaluación, una medición de su gestión después de tanto tiempo en la política, tratando de cambiar realidades adversas de la sociedad…
– Pasa el barrio, pasa el país, pasa el continente… pasa mi vida, pasan los años estúpidamente… Y yo aquí sentado mirando a la gente pasar…
Cada quien quería hablar. Era una democracia meritocrática silenciosa. Me recordaron aquella treta que un día inicié con Dylan. No esperaba que escudriñaran mi pasado. De aquel ser abierto de la juventud, más bien me había convertido en ermitaño social y lo menos que quería era hablar de mi vida. En parte por lo aburrida, en parte porque gozaba verlos a todos felices. Carlos me miró y me impactó lo que brotó, como poesía, de sus labios:
– No olvides que el perdón es lo divino, y errar, a veces, suele ser humano…
Esa frase me llegó hasta el tuétano. Y si, tenía razón, me había gastado más de media vida en rencores y misiles de palabras de odio contra Dylan.
Carlos preguntó. Nunca pensé que fuera tan inquisidor al respecto. Quería escuchar mi versión. Se me veía la expresión de ira, aunque la mimetizara bien. Me miró y dijo:
– Vamos contame, decime todo lo que te está pasando ahora…
Como dije: nunca pensé que me lo preguntara. Creo que, para llegar a ese nivel de iluminación de la consciencia, la vida le habría de enseñar con lecciones de dolor. A veces uno las necesita. En el sufrimiento se abre el entendimiento, plagado de materialismos y seguridades bobas.
No quería hablar. Mi defecto siempre había sido hablar demasiado filosófico. Todos me miraron como diciendo “haz lo tuyo”. Nació la necesidad de hacerlo, no como especie de loop defectuoso, sino más por activar viejos recuerdos de encuentros juveniles.
– Son tiempos difíciles, donde nadie escucha a nadie, donde todos contra todos. Son tiempos egoístas y mezquinos, donde siempre estamos solos. Hoy con tantas cosas que me han pasado me declaro incompetente en todas las materias del mercado…
Me interrumpieron entre carcajadas y más viejos recuerdos. Los niveles de serotonina estaban por las nubes. Bajé mi reflexividad y simplemente respondí entre toneladas de risas:
– Estoy eligiendo mis confesiones…
La conversación estaba en su máximo clímax, en el mayor coeficiente de paroxismo cuando Mike dijo:
– En la uauauauauaua…
Entendimos que fue un accidente cerebro vascular o algo así. Era una especie de desconexión entre los neuronal y el lenguaje. No dejamos que terminara de hablar, lo llevamos a la Clínica. Carlos se encargó de cuidarlo. Quedamos a sentarnos en aquel viejo café la semana próxima.
Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/erlincarpiovega/
Imagen creada por Microsoft Designer
Comentar