Hace poco más de un mes se presentó ante el Congreso de la República el proyecto de Ley 212 de 2024, que pretende cambiar el modelo de financiamiento de las universidades públicas establecido por la Ley 30 de 1992. Uno de los principales aspectos de esta reforma se relaciona con la transición del IPC (índice de precios al consumidor) al ICES (índice de costos de la educación) como parámetro para incrementar anualmente los recursos de base presupuestal que transfiere la Nación a las universidades públicas para la financiación de funcionamiento.
El ICES, calculado por el DANE, es un índice que se estima a partir de los costos y gastos en que incurren las universidades en el país. Adoptarlo permitiría que los recursos que se transfieren a las universidades públicas cada año sean coherentes con el esfuerzo financiero que implica operar una universidad pública, realidad que es distinta a la lógica y naturaleza basadas en el cálculo por el IPC.
El problema de desfinanciamiento del sistema universitario público, precisamente, radica en que el crecimiento de las universidades públicas en los ya 32 años de existencia de la Ley 30 de 1992 no ha sido compensado por el incremento anual de las trasferencias a partir del IPC. El Artículo 86 de la citada ley, que es el corazón del modelo de financiamiento del sistema universitario público, fue diseñado, al parecer, con intereses sórdidos, esto es, para que las universidades públicas no crecieran ni se desarrollaran ampliamente. Una cosa es cierta, nada que se incremente en relación con el IPC tiene la posibilidad de crecimiento real, por eso cada año, cuando se negocia el incremento del salario mínimo legal, la discusión radica en cuántos puntos al IPC se deben adicionar para logar una fórmula eficiente.
Ahora, en 32 años de desfinanciamiento, casi la totalidad de universidades públicas operan con déficit estructural, es decir, el Estado cada año no reconoce completamente los recursos necesarios para cubrir sus costos y gastos de funcionamiento. Para los expertos en el tema, una organización puede subsistir en el tiempo operando con déficit; pero, de no corregirse esta situación, llegará el momento en que no dispondrá de los recursos necesarios para operar en lo cotidiano, en el día a día, y ahí se configura el peor escenario: la parálisis; y luego de no tomarse las acciones requeridas: la extinción. Por eso consideramos que el ICES, aunque mejor que el IPC, dado que puede ayudar, en algunos casos, a detener el crecimiento del déficit estructural y, en otros, a mitigar su crecimiento (recordemos que cada universidad pública padece del mal en diferente proporción), no es la solución estructural al problema de desfinanciamiento del sistema universitario público. En la Gráfica 1 se muestra el comportamiento del IPC y del ICES 10 años atrás y, por proyección, se asume que será beneficioso a futuro. Recordemos que la propuesta de reforma al Artículo 86 plantea que el incremento anual se realizará con base en el ICES, y el IPC solo se tendría en cuenta en los periodos que este sea mayor al ICES, situación que solo ocurrió en 3 de los 10 años, tal como lo indica la gráfica.
Gráfica 1. Evolución del ICES y el IPC (2014-2023).
En otras palabras, atender responsablemente el tema del desfinanciamiento estructural del sistema universitario público requerirá que la reforma al Artículo 86 de la Ley 30 de 1992 contemple, además del ICES, la suma de puntos adicionales a este. Recordemos que el ICES ayuda a mitigar el crecimiento del déficit estructural de las universidades, y es probable que en algunas de ellas logré detener el crecimiento del déficit, pero los puntos adicionales son indispensables para cerrar la brecha que se creó y que está creciendo desde 1992. Según nuestros cálculos, si a la propuesta de reforma del Gobierno nacional, es decir la base en el ICES, se le suman 5 puntos adicionales, instituciones como la Universidad de Antioquia, la Universidad Surcolombiana, la Universidad de la Amazonía y la Universidad de Caldas podrían cerrar el déficit estructural en un periodo de tiempo aproximado de 6 a 9 años. Otro grupo de universidades, como la Universidad de la Guajira, la Universidad del Magdalena, la Universidad del Tolima, la Universidad Industrial de Santander y la Universidad del Valle se podrían demorar aproximadamente 10 años o más (Gráfica 2).
Gráfica 2. Evolución déficit estructural – ICES + 5 puntos
Podemos concluir, entonces, que si se aprueba la reforma al Artículo 86, y en adelante las trasferencias de base presupuestal que cada año realiza el Estado a las universidades públicas se incrementan solo con el ICES, habremos desperdiciado la oportunidad histórica de garantizarle al país la educación superior pública que, más que merecerse, necesita con urgencia para salir del subdesarrollo. Por ello, hacemos un llamado para que la reforma que se apruebe en el Congreso considere, por primera vez en la historia del país, la responsabilidad que el Estado tiene de garantizar, como mínimo, los recursos para que las universidades públicas cubran sus costos y gastos de funcionamiento en relación a la educación superior, derecho fundamental que quienes concibieron la Ley 30 de 1992 nos negaron.
Nuestra juventud, el futuro de nuestro país, necesita que le garanticemos, además del acceso a una universidad, una educación superior con los más altos estándares académicos, tecnológicos y científicos. Nuestro líderes deben tomar las decisiones que permitan que la educación superior deje de ser un artículo de lujo al que unos pocos pueden acceder, y que la movilidad social que permite la educación superior se convierta en la nueva norma.
Allí está el reto, el cual implica un movimiento por la educación cuyo horizonte no se reduzca al financiamiento parcial de la educación, sino que se concentre en configurar una política de Estado, y no de gobierno, que promueva y ejecute una nueva ley de educación superior con financiamiento público completo por parte del Estado, permitiendo así una ampliación de la democracia universitaria, el cierre de brechas territoriales y la incorporación de los debates sobre las diversidades sexuales, étnicas, entre otras. Es decir, pensar la universidad como lo que es: un proyecto de transformación social.
Comentar