“Antes que preocuparse por exigir y evaluar una inútil memorización, considero que el docente debe estimular eso que el filósofo existencialista previamente citado llamaba el ‘hambre de descubrir’ y que no es más que el interés genuino por el conocimiento”
En esta ocasión he decidido abandonar la ciudad, tema que ha venido guiando mis últimas publicaciones, para abordar una cuestión que desde hace días me ronda la cabeza y que está estrechamente relacionada con una de las profesiones más bellas, pero al mismo tiempo infravaloradas, de nuestro panorama actual: la docencia. Quizá no sea yo la persona más indicada para hacerlo, pues no soy pedagogo de formación y esta es una de las primeras ocasiones en que me propongo escribir al respecto, pero las experiencias de los últimos meses me han llevado a desempeñarme como docente en diferentes espacios —desde la formalidad del aula de clase y desde la informalidad de la plaza pública— y han despertado en mí la necesidad de exteriorizar mis reflexiones al respecto. Cabe resaltar, pues, que este texto no es una guía, ni una propuesta metodológica; más bien son fragmentos de pensamientos que esperan despertar un sentimiento en el lector, que bien puede ser de empatía, regocijo, desacuerdo o identificación.
La primera idea que me ronda la cabeza hace un tiempo tiene que ver con las dos esferas sobre las que se desplaza constantemente el docente. Este no puede evitar estar situado en una realidad compleja, saturada de noticias trágicas y desesperanzadoras, a las cuales se suman las trabas que la vida coloca sobre su proyección personal. Aún frente a este panorama, el educador tiene el deber moral, tal y como afirma Fernando Savater (1997, 9-10), de mantenerse optimista, pues ¿qué sentido tendría transmitir a los demás el conocimiento, si no se espera que ese conocimiento aporte al crecimiento personal del otro y al de la sociedad misma? Este desplazamiento entre el pesimismo y el optimismo, entre la desilusión y la esperanza, pone sobre sus hombros una tarea magna, pero también una oportunidad interesante, pues los resultados —los buenos resultados— siempre servirán para alimentar nuevamente el optimismo y la pasión por la enseñanza. Baste imaginar el regocijo de aquel profesor al recibir la carta del recientemente galardonado premio Nobel de literatura, Albert Camus, donde le reconocía que “sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido” (Camus, 1994 [1957], 147).
Otro tema sobre el que me encontré meditando frecuentemente, y que no ha parado de dar vueltas en mi cabeza, está relacionado con la relación entre alumno y docente. Muchas veces escuché, en los últimos meses, que mi relación con los estudiantes debía darse en los términos más estrictamente formales, limitándose a una irrigación de conocimiento teórico, casi colocando el rol del maestro en un pedestal por encima de sus estudiantes, quienes debían limitarse a escucharlo y obedecerlo. Francamente, difiero profundamente de esta metodología, pues parece ignorar que un educador es más que una especie de supercomputadora encargada de repetir la misma teoría una y otra vez, sin preocuparse por el público que recibe el conocimiento. Antes que preocuparse por exigir y evaluar una inútil memorización, considero que el docente debe estimular eso que el filósofo existencialista previamente citado llamaba el “hambre de descubrir” (Camus, 1994, 62) y que no es más que el interés genuino por el conocimiento.
Por supuesto, el lector podrá argumentar que este propósito puede varias en dificultad según el área en la que se especialice el docente, pero, ante esta muy válida apreciación, responderé que eso es, precisamente, lo que hace valioso, y difícil, el ejercicio docente: se trata de ser capaz de buscar estrategias que despierten el interés y la curiosidad, reconociendo que cada alumno tiene capacidades diferentes y, quizá, muchos de ellos presenten dificultades en esa área particular. Esta tarea debe pasar por abandonar, de vez en cuando, los “ladrillos” teóricos, el aula convencional y al infaltable tablero, para reemplazar estos elementos por la anécdota atrapante, el laboratorio de descubrimientos, la plaza pública donde transcurre el “mundo real” y, por supuesto, el uso de herramientas digitales con las que las nuevas generaciones están mucho más relacionadas.
En la misma vía que marcaron las reflexiones previas, la pregunta por el sentido de la enseñanza —y el rol del alumno en el proceso— no podía dejar de arremolinarse en mis elucubraciones. ¿Para qué estamos formando a los protagonistas del futuro? ¿Para ser quiénes? Ante la dificultad para encontrar respuestas a estas preguntas, se me ocurrió recurrir a una estrategia retórica de gran utilidad: invertir la pregunta, cuestionándome qué no quiero que sean mis estudiantes en el futuro, ante lo cual una respuesta se proyectó en el horizonte: no quiero que sean uno más entre el montón, ni que sean simples individuos útiles a un sistema que privilegia la productividad como valor supremo. Quiero que sean quienes quieran ser; que sean auténticos. En ese orden de ideas, pude concluir que el rol del maestro, más allá de la enseñanza teórica convencional, debe pasar por infundir en sus alumnos el pensamiento crítico, la pasión por el conocimiento (en cualquiera de sus manifestaciones) y el estímulo del autorreconocimiento.
Por último, en los últimos meses descubrí, también, la importancia del ocio para el aprendizaje. Pero, ojo, no cualquier tipo de ocio, sino aquel que, alejado de la hiperestimulación de las redes y las trampas de las tecnologías emergentes, promueve la creatividad y permite al estudiante pensar de manera autónoma. Baste recordar, para ilustrar esta idea, las palabras de Louis Stevenson en su bella Defensa de los ociosos, donde afirmaba que una alternativa de aprendizaje para el educando, si este lo prefiere, puede pasar por “encaminarse hacia los barrios ajardinados de las afueras y salir al campo. Entonces puede echarse cerca de unos lilos, junto a un arroyo, y fumar pipa tras pipa mientras escucha la melodía del agua sobre los guijarros. En los arbustos cantará un pájaro. Y quizá ahí pueda entregarse a agradables pensamientos y vea las cosas desde una nueva perspectiva. Si esto no es educación, ¿qué es?» (Stevenson, 2012, 18).
Otras columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/joaristizabal/
Referencias
Camus, Albert. (1994). El primer hombre. Tusquets Editores.
Savater, Fernando. (1997). El valor de educar. Ariel.
Stevenson, Louis. (2012). En defensa de los ociosos. Gadir.
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