La reducción de daños ha recorrido un largo camino desde su concepción inicial en la lucha contra el VIH en comunidades de consumidores de drogas, hasta posicionarse hoy como un pilar en los sistemas de salud y la política social de naciones más liberales. Mientras las sociedades avanzan hacia una valorización más profunda de la autonomía personal y la evidencia científica, las políticas orientadas a reducir el daño han demostrado ser una afirmación –y no una negación– de los derechos y las libertades individuales.
Países pioneros y paradigmas
En el espectro internacional, ejemplos de países como Portugal, Suiza, Canadá y algunos lugares de Australia destacan por haber abandonado el modelo punitivista para abrazar uno donde la reducción de daños es fundamento de política pública.
Portugal despenalizó en 2001 el consumo personal de sustancias y redirigió los recursos desde el sistema judicial hacia la prevención, el tratamiento voluntario y la integración social. Los resultados, constatados en múltiples estudios, son contundentes: las tasas de nuevos contagios de VIH entre usuarios de drogas cayeron drásticamente, la mortalidad asociada se redujo y, paradójicamente, tampoco hubo un aumento sostenido en el consumo.
Suiza, por su parte, implementó hace décadas la distribución regulada de heroína en contextos médicos, junto con “salas de consumo seguro”, acompañándose de un enfoque global de atención psicológica y social. Lejos de incentivar la adicción, estos programas contribuyeron a la reducción de delitos asociados, frenaron la expansión de enfermedades infecciosas y facilitaron la reinserción laboral y social de muchas personas.
Canadá, con sus experimentos de “salas de consumo supervisado” en Vancouver y otras ciudades, ha visto cómo los sitios seguros ayudan no solo a evitar muertes por sobredosis y enfermedades, sino también a generar espacios donde el acompañamiento y la intervención temprana son posibles, sin criminalizar ni discriminar.
Resultados: evidencia sobre libertad, vida y salud
El común denominador de estas políticas liberales es la aceptación de una certeza fundamental: la gente hace –y seguirá haciendo– elecciones personales sobre su salud, sexualidad y consumo. Negarse a aceptar esta realidad solamente fabrica entornos más peligrosos, donde la clandestinidad y el estigma agravan los riesgos individuales y colectivos.
Los resultados se pueden medir en menos muertes, más atención a la salud mental, mejor acceso a diagnóstico y tratamiento, así como una caída notable en la criminalidad asociada. Además, estas políticas contribuyen a desestigmatizar y despenalizar conductas tradicionalmente moralizadas, defendiendo el derecho a decidir sobre el propio cuerpo sin la sombra de la persecución.
Un nuevo pacto social liberal
¿En qué se traduce esto para una sociedad que valora las libertades individuales? En una redefinición del PACTO SOCIAL: el Estado no es ni vigilante ni verdugo, sino facilitador de información, servicios y contexto seguro para la toma de decisiones. La reducción de daños honra la libertad al rechazar imposiciones y paternalismos, privilegiando la capacidad autónoma de cada ser humano para decidir y asumir las consecuencias de sus actos, siempre con el respaldo de la comunidad y las redes de apoyo.
Pero este enfoque no es solamente pragmático, sino ético. Tales políticas redefinen el sentido de la solidaridad social y la responsabilidad compartida: en vez de juzgar, acompañan; en vez de castigar, apoyan. En las sociedades más libres y abiertas, la reducción de daños es el mejor ejemplo de que la verdadera libertad va de la mano de la compasión informada[1] y el derecho a vivir sin miedo.
El desafío es mantener siempre el balance entre la protección de las libertades individuales y la construcción de un entorno que favorezca decisiones responsables y conscientes. Los modelos exitosos muestran que la apuesta liberal por la reducción de daños no solo funciona: asimismo, redime, cuida y engrandece a la ciudadanía.
Nota:
[1] La compasión informada (en inglés. trauma-informed compassion) es un enfoque que combina la empatía y la compasión hacia los demás con un entendimiento profundo de cómo los traumas, las experiencias adversas o los contextos sociales pueden afectar el comportamiento, las emociones y las necesidades de una persona. Este concepto se usa especialmente en campos como la psicología, la educación, la salud y el trabajo social, aunque también puede aplicarse en políticas públicas o en el diseño de sistemas más humanos.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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