“Una marca personal no debería hacernos sentir menos humanos. Si el costo de parecer exitosos es dejar de ser nosotros mismos, entonces estamos perdiendo más de lo que ganamos. ”.
Estoy cansado de las marcas personales. Lo digo sin rodeos. Estoy cansado de ver cómo amigos, colegas y conocidos se esfuerzan por mostrarse como profesionales exitosos, casi impecables. Sus perfiles ya no reflejan quiénes son, sino a quiénes quieren parecerse. Y eso los vuelve aburridos, genéricos.
Muchos de ellos son abogados, como yo. Y entiendo por qué lo hacen. Hoy la presencia digital importa. El networking es clave. Tener una marca personal sólida puede abrir puertas. Lo entiendo. Pero eso no justifica el nivel de artificio al que han llegado. Viven más pendientes de cómo se ven que de quiénes son. Y lo peor: muchos ya no parecen disfrutar ni sus redes ni sus vidas. Parecen estar atrapados en un personaje que deben sostener todos los días.
Lo más preocupante es que este fenómeno no se limita a quienes ya llevan años en el ejercicio profesional. También lo veo en recién graduados que, antes de tener una experiencia real que mostrar, ya están ocupados fabricando una imagen pulida, corporativa y muchas veces genérica. Siguen fórmulas, repiten frases hechas, copian estilos visuales de influencers profesionales. No comparten lo que están viviendo, sino lo que creen que deberían aparentar para ser tomados en serio. La marca personal se volvió, para muchos, una especie de disfraz de madurez prematura.
Es curioso. Algunos amigos de universidad ahora se dedican a dar asesorías y coaching para construir marcas personales. Enseñan cómo verse creíbles, cómo parecer expertos, cómo sonar seguros. Pero en el proceso, todo se vuelve repetido, impersonal. Veo sus perfiles y parece que todos fueran la misma persona. Como si quisieran parecerse a Harvey Specter, el abogado perfecto de una serie de televisión.
No tengo nada contra la idea de una marca personal. No me opongo a que alguien quiera posicionarse como profesional en redes sociales. Pero hay un límite. Una cosa es mostrar lo que uno hace. Otra es intentar convertirse en un personaje idealizado que ni siquiera existe. No somos corporativos 24/7. También somos personas que se frustran, que tienen sueños raros, que se ríen fuerte, que lloran a veces sin motivo, que viajan, que se caen y vuelven a empezar.
Y esto no es solo una observación estética. Hay un costo emocional. Vivir editando cada aspecto de la vida para parecer más profesional agota. La presión por mantener una imagen perfecta genera ansiedad. El miedo constante a ser juzgados por mostrarse tal cual son, los vuelve inseguros. Muchas de esas marcas personales no son más que formas de autoprotección: “Si muestro solo lo bueno, nadie podrá atacarme”.
PuroMarketing le puso nombre a esto: fatiga de identidad digital. Y tiene sentido. Estar conectados todo el tiempo, cuidando cada palabra, eligiendo cada foto, soportando algoritmos que invisibilizan lo genuino… eso pasa factura. Lo que empezó como una herramienta de visibilidad se vuelve, poco a poco, una fuente de desgaste.
En LinkedIn se da una paradoja muy clara. Hay personas que incluso generan versiones con inteligencia artificial de su propio rostro porque su cara real no es lo suficientemente “corporativa”. ¿En serio tenemos que parecernos a una foto generada por máquina para que nos tomen en serio?
Tal vez este sea el fondo de la cuestión: estamos sacrificando lo que nos hace humanos en nombre de una imagen profesional. Nos convencimos de que ser auténticos nos hace menos creíbles, cuando en realidad es lo contrario. Mostrar lo que somos —con errores, emociones y matices— es lo que nos da profundidad y valor.
Una marca personal no debería hacernos sentir menos humanos. Debería ayudarnos a conectar mejor, no a actuar más. Si el costo de parecer exitosos es dejar de ser nosotros mismos, entonces estamos perdiendo más de lo que ganamos.
Comentar