Dijo el presidente Truman que los expresidentes son como esos muebles viejos: que valen solo para ser conservados en el “cuarto de San Alejo”. La remembranza la hizo Alfonso López Michelsen, expresidente de Colombia en el período que fue entre 1974 y 1978. La frase cayó perfecta para el título de este libro que escribió Roberto Pombo, uno de los periodistas más importantes que tiene Colombia. Su trayectoria cubriendo la actualidad política, su experiencia al frente mismo de la coyuntura, lo avalan para contar una parte de la historia de Colombia de esta forma que escogió que, a mí particularmente, me gustó mucho.
Pombo les escribió cartas a los “Muebles viejos” desde Julio César Turbay hasta Juan Manuel Santos, y en cada carta les pasó cuenta de lo bueno, de lo malo, de lo dulce y de lo agraz. Y acá quiero detenerme, porque considero que esta lectura se puede disfrutar en gran medida porque el tiempo ya decoloró las hojas de ese libro que es la historia de los expresidentes de Colombia, usando un cliché: “ha corrido mucha agua bajo el puente”. Revisar las cosas que vivimos y que vivió nuestra generación en un punto de la historia, cuando ya han pasado tantos años, se reviste de serenidad y de resignación: ya esos acontecimientos no están circundados por una constante pirotecnia, ni el alboroto del escándalo inmediato. El tiempo trae consigo mesura y frialdad.
Tengo muy buena memoria de largo plazo, por lo que con la carta a César Gaviria comenzaron a activarse mis recuerdos, al menos los de temprana infancia y juventud. Y esos mismos recuerdos se cortaron en Andrés Pastrana, porque para el inicio del primer gobierno de Álvaro Uribe ya no vivía en Colombia y, por lo tanto, la distancia nubla con muchísima densidad cualquier idea que pueda hacerme del que es el expresidente más odiado y amado por partes iguales.
Dicho lo anterior, creo que Pombo fue justo con todos. Él, como periodista incansable, los tuvo que entrevistar, tuvo que editar cientos de noticias –muchas de ellas trágicas–, escribir columnas de opinión, editoriales, crónicas. Por esta razón el libro trae, acompañando a cada carta, un artículo o una entrevista relevante publicados durante la época.
De Julio César Turbay no tengo mucho qué opinar. Doy por cierto todo lo que Pombo le dice y asumo que las cosas así fueron. Mi memoria, por obvias razones (nací en el 85), no puede hacer ese ejercicio natural, incluso involuntario, de cuestionar o aceptar lo que el autor propone. Aunque se trate de uno de los periodistas más reputados, la memoria o, mejor dicho, la marca de los recuerdos, me llevó a confrontar varias cosas acá.
De Gaviria, en cambio, tengo muy nítidos recuerdos y la carta que Pombo le dedica es absolutamente justa y para mí cierta. Creo que, con los años, podemos decir que ese gobierno logró navegar con cierta dignidad y no pocos logros, en un país inundado de narcotráfico que, en mis recuerdos, vivía la tragedia del miedo, del pánico, de los carros-bomba, de la balacera y el atentado. No era el comienzo de nuestras peores pesadillas, pero sí recuerdo perfectamente que ya se estaban atormentando nuestras vidas. La tranquilidad es el bien más escaso en Colombia y ya cuando Gaviria se estaba perdiendo. También me parece justo el reconocimiento al gabinete que trabajó en ese entonces, a quienes llamaban sarcásticamente “el kínder” por ser todos muy jóvenes. Sin embargo, a pesar de su juventud, es verdad que fueron ministros serios, o al menos de mucha mejor calidad si los comparamos con los desastrosos ministros del actual gobierno. Acá sí aplica la máxima de “todo tiempo pasado fue mejor”.
No tengo la misma opinión de la carta dirigida a Ernesto Samper quien creo que se peleará con Gustavo Petro el puesto al peor presidente que ha tenido Colombia. En esta carta creo que Pombo se reblandece y no le cobra lo suficiente a Samper su responsabilidad política –porque los otros tipos de responsabilidades en los que estoy pensando debo mantenerlos a raya detrás de la presunción de inocencia– en la muerte de uno de los hombres más brillantes que ha tenido Colombia, Álvaro Gómez Hurtado. Tampoco encontré en esa carta el descargo que esperaba sobre algo tan grave como la comprobadísima financiación del Cartel de Cali a la campaña de Samper, que él siempre ha negado y que, con muchísima claridad, Monseñor Pedro Rubiano le enrostró como el “elefante blanco” que se le metió a la casa y no lo vio. Y tenía más expectativas con el tono de esta carta porque si yo, que era una jovencita cuando Samper gobernó, entendía perfectamente el daño y la vergüenza que significaban para Colombia esos hechos, imaginé que Pombo desde su palco privilegiado de periodista que está inmerso en la entraña misma de todo lo que pasó, lo iba a recordar con más énfasis. Lo iba a reprochar con menos concesión. Que el tiempo nos dé perspectiva y mesura no significa que la gravedad de lo sucedido no se pueda señalar y acá particularmente me sentí decepcionada.
No así con la carta dedicada a Andrés Pastrana, mi preferida de todas. Primero, porque fue el último gobierno que viví antes de emigrar. Y segundo, porque lo reivindica con toda la justicia que su administración merece. Cuando Andrés Pastrana, además del narcotráfico que siempre nos ha perseguido como maldición, vivíamos –yo estoy segurísima de que este recuerdo es correcto tal como lo expresaré– el clímax de la violencia guerrillera comandada principalmente por las FARC, pero que también tenía otros grupos guerrilleros en el escenario. Sí, las guerrillas y sus actos terroristas en Colombia existen desde los 60 aproximadamente, pero fue en esos años que el recrudecimiento de la violencia tenía diezmado al país. Éramos presos de nuestras casas, de nuestros miedos, de nuestro dolor. Los más jóvenes no pueden recordar esto, claro, y cuando uno se los narra tienen la prepotencia que da la juventud para dudarlo, pero la realidad es que el terrorismo ocasionado por la guerrilla tiene un lugar muy nítido en mis recuerdos: una galería del horror. Pastrana quiso dialogar y fue un fracaso; durante mucho tiempo se le ha cuestionado la famosa “silla vacía” a la que nunca fue Manuel Marulanda Vélez “Tirofijo”, para iniciar la conversación y la “zona de distensión” fue una claudicación, o así lo veíamos. Pombo echa unas luces sobre esos episodios que son interesantes: que Pastrana intentara dialogar –aun cuando se esperaba que los confrontara con la fuerza del Estado– fue un ejercicio doloroso pero necesario y valiente, porque dejó en evidencia ante el mundo entero y ante los colombianos, que las FARC eran todo menos rebeldes con (buena) causa. Los expuso como los criminales que eran y siguen siendo. Reveló sus verdaderas intenciones e intereses y en ningún caso ahí cabía el diálogo y la voluntad. Pastrana, y me adhiero a esta premisa, allanó el camino para que el siguiente tomara las decisiones que debía tomar. Esto incluyó dejar andando el Plan Colombia, una iniciativa que, con financiamiento de los Estados Unidos, permitió perseguir al narcotráfico y que le permitiría a Uribe como sucesor irradiar varios de esos fondos a la lucha contra el terrorismo, que en el caso colombiano eran las guerrillas.
De las cartas a Uribe y Santos no diré mucho porque acá mis recuerdos no son justos, incluso ni siquiera válidos. Lo que sé de esos gobiernos me lo han contado mis amigos. Yo no los viví, tampoco los sufrí. Eso sí, tengo una opinión muy clara y formada sobre dos temas relacionados a esos expresidentes.
Sobre Uribe diré que la historia le será más benévola con el paso del tiempo, pero que sus seguidores y fanáticos son unos insoportables. Cualquiera que haya sido su gestión y por muy buenos que hayan sido sus resultados, sobre todo en el primer gobierno, lo cual se le reconoce ampliamente, no justifica la idolatría y el mesianismo que hay a su alrededor. Y lo digo con la convicción de quién sabe perfectamente que cuando él llegó en 2002, Colombia vivía arropada con una gruesa manta cosida con sangre, violencia, guerra, dolor. Entiendo que él cumplió una promesa impopular en el presente, pero que en ese pasado no tan remoto era un clamor, una herida abierta en cada casa, en todos sus votantes. El peor daño que le ha hecho Uribe a Colombia no es nada de lo que le critican, a mi modo de ver, sino haber permitido que su figura quedara reducida a la de un caudillo. Porque sí, los caudillos son figuras reducidas, pequeñas. Las porristas de Uribe, ese grupo de gente que lo venera con pasión desmedida, están cayendo en lo mismo que odian del bando contrario. Y esto Pombo no lo dice en su carta, porque también es ecuánime y suave con él. También lo reivindica.
En cuanto a Santos, lo único que tengo clarísimo es que los “Acuerdos de Paz”, el engaño con el plebiscito y toda esa trama-show serán la sombra que le pese siempre. La división y la polarización gozaron de perfecta salud gracias a él y el tiempo nos dio la razón a quienes creemos firmemente que la predecesora de la paz es la justicia. En esta carta sí me parece que Pombo fue un poco más confrontacional que en la carta a Samper.
Le agradezco a este libro haberme llevado a estas reflexiones. Fue grato leer estas cartas y que me provocaran naturalmente hacer este ejercicio de recordar, confrontar, revivir… aunque no todos sean buenos recuerdos precisamente. Mi vida y mi memoria están partidas en dos, desde 2002 hasta la fecha no tengo recuerdos de Colombia, sino historias que me llegan y algún par de viajes para constatar fugazmente si las cosas cambiaron o no de lugar, por lo que encontrarme este libro fue como rescatar un diario viejo, leerlo y darme cuenta de que, aunque la deteste cada día más, la política, o dicho con más precisión, mis recuerdos sobre la política también contribuyen a darme claridad, perspectiva y mucha nostalgia.
La versión original de esta columna apareció por primera vez el Blog de Laura García, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.
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