A la final, todo no es más que un asunto de sumas o restas y, por ende, un frío ejercicio de razón pura. Entre las expresiones de moda, entre esas que supuestamente “aportan valor” y prestancia a una conversación, esas que dicen de la más avanzada actualidad, destaca una que pareciera estar escrita sobre piedra por su enfática advertencia: innovar o desaparecer. La frase es una sentencia lapidaria, un mandamiento ineludible para los hombres, en tiempos de los dominios de la inteligencia artificial (IA). Sin embargo, cuando se pasa por el filtro de la reflexión más humanística, las expresiones más obligadas para plantear serían: ¿para qué se está innovando? Y, ¿acosta de qué se hace?
En pro del progreso los hombres hemos arrasado con las riquezas naturales, llevando todo a un nuevo nivel —otro juego de palabras que “aporta valor” y prestigio en las conversaciones más informadas—, a un mundo artificial en el que ya, por ejemplo, no se cultivan las verduras en el campo, sino que se sintetizan en sofisticados laboratorios; un nuevo nivel en el que la vida ya no se vive, sino que se modela.
Y, ¿estas redefiniciones de las maneras de ver el mundo, estas innovaciones, vienen acaso del todo sustentadas por acciones conscientes? Uno quisiera decir que sí (que todo depende del buen uso que se hagan de esas invenciones) como una forma de seguir creyendo en lo mejor de la humanidad, pero la verdad es que en nuestros días hay que atender a lo que advierte Ed Boyden, doctor en neurociencia de la Universidad de Stanford, con preocupante vaticinio: “El problema de la conciencia como concepto es que no tenemos forma alguna de evaluar si está ahí o no”. Y la verdad es que la gran mayoría de las veces no lo está.
Impulsados por hacer realidad lo que escribieron los grandes inspirados de la ciencia ficción, Mary Shelley, Julio Verne o Isaac Asimov, y no lo que dejaron expuesto los pensadores platónicos, los estoicos y otros más, los hombres han decidido jugar a los dados con todas las posibilidades disponibles. Así, por ejemplo, guardando cadenas completas de ADN planean inmortalizar el milagro biológico en sus juegos con técnicas como el CRISPR/Cas9. Y cortan y pegan y editan la vida, con el riesgo de congelar la existencia desde diseños preconcebidos, y todo esto con el argumento de que “la vida animal ha terminado [y] ha empezado la vida mecánica”, como sentenció Hans Moravec.
Pero, ¿qué nos hace pensar que esa vida mecánica será mucho mejor que la que hemos tenido hasta ahora?, ¿acaso las innovaciones no están precedidas de aciertos y desaciertos, de buenas y malas intenciones? Para responder a estos interrogantes basta con leer a Mark O¨Connell, que recordando la obra de teatro Robots Universales Rossum (1921), del checho Karel Čapek —que dio origen a la palabra robot—, nos retrata: “—Al preguntar al líder de los robots por qué han eliminado a todas las demás personas vivas, este respondió: ‘Si quieres ser como los humanos tienes que matar y dominar, ¡lee la historia!, ¡lee los libros de los humanos!, ¡si quieres ser como los humanos se tiene que conquistar y asesinar’”.
¡Bienvenidos al progreso, a un mundo productivo
gritan desde Silicon Valley!
Sin embargo, aún en este café donde escribo estas líneas, inmersa entre personas que solo miran sus teléfonos celulares, hay una pareja que parece entender que la vida no se sostiene en stalkear (es decir, acechar) por las redes sociales a alguien o a muchos alguien, sino en sentir cómo la sangre se acelera cuando la mano de uno toca la mano del otro. Esa sonrisa sincera que luego de la caricia es mutua, es pura esperanza que se alimenta gracias a que, contra las magnificencias de las vanguardias tecnológicas, contra su dominio y frialdad, ¡aún somos humanos!
Para mí el razonamiento es cómputo. Y computar es calcular la suma de muchas cosas añadidas al mismo tiempo, o determinar lo que resta cuando se ha extraído una cosa de otra. Razonar equivale, pues, a sumar o restar.
Esto se adelantó a dejar escrito, en 1655, en su texto De Corpore, Thomas Hobbes. Y me vuelvo a repetir, con preocupante desazón, que a la final todo no es más que un asunto de sumas o restas, un frío ejercicio de razón pura.
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