“Mientras haya un pueblo que resista con dignidad, siempre habrá esperanza.”
No hay nada más incómodo para el poder que un pueblo que no se arrodilla. Por eso Cuba molesta, incomoda y hasta irrita. Porque, a pesar de todo —bloqueo, escasez, aislamiento, propaganda sucia, crisis internacional—, ese pequeño país se niega a rendirse. Se niega a dejar de ser, a pesar del hostigamiento de la historia, a pesar de la geografía, a pesar de la política. Y eso, desde cualquier perspectiva mínimamente honesta, merece respeto.
Yo no soy cubano, pero soy latino. Y como tal, no puedo mirar a Cuba con los ojos de Miami ni con el desprecio de quienes viven la política como un ejercicio de cinismo. Desde Colombia, donde la corrupción campea, donde la desigualdad se hereda y la violencia se repite como un ritual macabro, mirar a Cuba con arrogancia no solo es injusto, sino profundamente ignorante.
En la isla no hay paraísos —nadie sensato lo afirmaría—, pero sí hay certezas que aquí —en Colombia— seguimos anhelando: educación como derecho universal y gratuito, salud sin facturación ni EPS, cultura en cada esquina como patrimonio de todos, deporte como política pública y, sobre todo, una identidad nacional forjada a punta de lucha, resistencia y convicción.
No digo que el sistema cubano sea perfecto. No lo es. Hay autoritarismo, hay límites para la libertad de expresión, hay burocracia, y también hay cansancio. Un cansancio acumulado por décadas de sacrificio, por vivir bajo la presión constante del enemigo más poderoso y despiadado del planeta: Estados Unidos. Pero la crítica honesta comienza por reconocer que nada de esto ocurre en el vacío.
No se puede analizar la realidad cubana sin tener en cuenta el bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por el imperio yankee desde hace más de sesenta años, una política inhumana que busca asfixiar al pueblo para provocar un cambio de régimen a la fuerza.
Cuba ha sido víctima de una guerra no declarada, de una agresión sistemática y sostenida que viola todos los principios del derecho internacional. Y, sin embargo, ahí está: viva, digna y rebelde. Es por eso que, para mí, esa sola resistencia ya es un acto de grandeza histórica.
Cada vez que alguien me habla de las “libertades en Cuba” con tono paternalista, irónico o condescendiente, me dan ganas de preguntarle: ¿qué tipo de libertad defendemos en Colombia? ¿La libertad de morirse esperando una cita médica? ¿La libertad de endeudarse hasta el cuello para estudiar? ¿La libertad de trabajar doce horas para apenas sobrevivir? ¿La libertad de ser asesinado por pensar distinto o por vivir en el barrio equivocado? ¿O la libertad de pasar hambre en democracia?
Porque si la libertad es solo el derecho a consumir, a gastar nuestro tiempo para conseguir dinero y seguir consumiendo —al mejor ritmo del capitalismo extremo, opresor, sin reglas y en constante asedio para quitarnos lo poco o mucho que podemos conseguir—, entonces estamos más perdidos de lo que pensamos.
No es un secreto para nadie —y menos para mí— que la Revolución Cubana cometió errores, como cualquier otro proceso político profundo en cualquier otra parte del mundo. Pero también es de valía y gallardía reconocer las hazañas impensables que logró. Erradicó el analfabetismo en tiempo récord, multiplicó las universidades, convirtió al médico en un símbolo popular, nacional y universal. Repartió grandes latifundios —extensiones de tierra que pertenecían a unas pocas manos— a los campesinos. Estableció un sistema de salud gratuito y de calidad, y con ello consiguió uno de los índices de mortalidad infantil más bajos del continente, además de una esperanza de vida superior a los 78 años.
Y todo eso lo hizo sin recursos, sin grandes empresas detrás, sin petróleo, sin ayuda real del mundo occidental. La pregunta que radica allí no es cuánto lograron, sino: ¿cuántos países —incluso los más ricos—, pueden decir que lograron lo mismo y en las mismas condiciones?
Ahora bien, no me engaño. Claro que hay cosas por cambiar, claro que hay deudas internas, claro que hay voces que exigen reformas. Y es legítimo. La Revolución también necesita autocrítica, actualización, nuevos horizontes. Pero esa discusión les pertenece a los cubanos, no a los burócratas de Washington ni a los comentaristas rentados sentados en las grandes cadenas periodísticas que jamás han pisado un barrio obrero y que solo lo pisarían si eso representara un beneficio económico.
A los que atacan a Cuba con rabia les pregunto: ¿por qué tanto odio contra un país que no exporta guerras, ni armas, ni mercenarios? ¿Por qué tanta saña con una isla que ha mandado médicos y no soldados, libros y no bombas? ¿Qué clase de amenaza representa una nación que solo quiere vivir a su manera?
Por eso, cada vez que me hablan de Cuba, yo digo lo mismo: prefiero estar del lado de los cubanos que siguen luchando, que no se rinden, que no tragan entero, que del lado de los colombianos que siguen esperando que aquí nos arreglen el problema por obra y gracia del espíritu santo. Porque mientras haya un pueblo que resista con dignidad, siempre habrá esperanza. Aunque a muchos les moleste. Aunque les incomode. Aunque ocurra todo eso, yo sigo creyendo en Cuba.
Porque creer en Cuba no es creer en un modelo cerrado, ni en una dirigencia perfecta, ni en un discurso sin errores. Es creer en un pueblo que nunca se entregó. Es creer que en América Latina aún hay dignidad. Y eso —aunque algunos no lo entiendan— es también una forma de luchar.
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