“Lo que se calla es lo que verdaderamente piensa la gente”
Bajo el velo de la gazmoñería contemporánea, la palabra se estrecha, el pensamiento se doméstica y el debate se convierte en coreografía. La corrección política, lejos de ser únicamente un gesto de cuidado, ha devenido en muchos casos un instrumento de silenciamiento. En nombre de la sensibilidad, se arrinconan ideas; en nombre de la justicia, se cancelan voces; en nombre del bien, se desactiva el conflicto. Este texto es una defensa del disenso, una crítica a los nuevos regímenes de censura informal, y una exploración del precio que pagamos cuando el miedo a ser incorrectos nos hace renunciar a la verdad que aún no se ha dicho.
I. El miedo a hablar y las máscaras sociales
Uno puede fingir muchas cosas. Pero no puede fingir el miedo a hablar. Vivimos en una época en la que parecer es, en muchos sentidos, más importante que ser. La expresión pública de nuestras opiniones ha dejado de ser un acto deliberativo para convertirse en un ejercicio estratégico: decimos lo que suena correcto, lo que no incomoda, lo que nos preserva en el grupo. Pero ¿qué ocurre con lo que se calla? ¿Con lo que se piensa, pero no se dice? ¿No deberíamos preocuparnos más por ese silencio que por el error? En tiempos donde la corrección política actúa como filtro moral absoluto, la posibilidad de acceder a las verdaderas creencias de las personas se desvanece bajo un mar de máscaras sociales.
II. El funcionamiento del disimulo: Goffman, Noelle-Neumann y Foucault
Este fenómeno no es nuevo, pero ha adquirido una intensidad particular. Erving Goffman (1959) lo anticipaba desde la sociología: la vida social funciona como una representación teatral, donde cada individuo actúa en función del público que lo observa. Hay una “fachada” —la imagen que mostramos— y un “detrás del escenario”, donde nuestras verdaderas creencias y emociones se resguardan. El problema es que hoy ese detrás del escenario se ha reducido a su mínima expresión. La vigilancia moral, ejercida no solo por instituciones sino por comunidades digitales, ha colonizado incluso ese espacio íntimo. Vivimos, por tanto, en la era del disimulo generalizado.
A esta teatralización de lo correcto se suma lo que Elisabeth Noelle-Neumann conceptualizó como la espiral del silencio (1974): cuando las personas perciben que sus opiniones no se alinean con la mayoría moralmente dominante, optan por callar, por simular, por plegarse. No por convicción, sino por miedo. Es una estrategia de supervivencia discursiva. Así, el disenso se esfuma no porque desaparezca, sino porque se vuelve invisible. Y una sociedad que solo oye lo que quiere oír no está en paz; está sorda.
Este clima se acentúa con lo que Michel Foucault llamó régimen de verdad (1971): el conjunto de discursos y saberes que una sociedad construye para determinar qué es aceptable, quién puede hablar y cómo debe hablarse. Hoy, ese poder ya no está concentrado en el Estado, sino en múltiples comités morales dispersos: redes sociales, universidades, editoriales, incluso círculos progresistas que, paradójicamente, nacieron para defender la libertad. Así, el poder no solo censura; también condiciona lo que se considera legítimo antes de que se pronuncie. La autocensura se vuelve estructura.
III. La transparencia deseada y el problema de las marcas sociales
¿No sería, entonces, deseable poder saber lo que realmente piensa la gente? Conocer sin adornos, sin temor, sin coreografías lo que se dice en las sobremesas, en los mensajes privados, en el “detrás del escenario”. No para castigar, sino para entender. No para confirmar nuestros prejuicios, sino para confrontarlos. Esa es la verdadera función del espacio público: revelar lo que está oculto, no por escándalo, sino por necesidad democrática.
Una escena memorable en Inglourious Basterds ilustra esta tensión. El teniente Aldo Raine marca con una esvástica la frente de un nazi que ha aceptado cooperar. Lo hace porque, dice, los nazis pueden quitarse el uniforme, pero él quiere que esa identidad no se borre. Esa escena, brutal en su literalidad, condensa una intuición política inquietante: sería preferible, para efectos de transparencia, que supiéramos siempre con quién estamos hablando. Pero en nuestras sociedades, la marca ya no es sobre el otro, sino sobre uno mismo. Es la marca del miedo, del cálculo, del silencio.
IV. El poder sin rostro de los comités morales
En todos estos casos, observamos la actuación de comités de la moral, no como órganos formalmente constituidos, sino como conglomerados fluidos de poder social y cultural: editoriales que temen al repudio, universidades que se blindan ante la denuncia digital,
plataformas que prefieren el castigo preventivo antes que la deliberación pausada. Son formas de gobierno del discurso sin rostro, pero con consecuencias materiales devastadoras. Y lo más preocupante es que no rinden cuentas.
Como advertía Michel Foucault (1975), el poder disciplinario moderno se ejerce menos por la ley que por la vigilancia, por la interiorización de normas que el propio sujeto reproduce sin necesidad de coerción explícita. Así funcionan los comités de la moral: no regulan por decreto, pero lo condicionan todo. Determinan qué puede publicarse, quién merece una tribuna, cuándo una idea deja de ser disenso para convertirse en agresión. No hay código; hay sensibilidad. Y las sensibilidades, como sabemos, no son democráticas.
V. Recuperar el disenso, liberar la palabra
Entonces, ¿qué nos queda? Si la corrección política se convierte en ortodoxia, si la vigilancia moral suplanta la deliberación, si todos actuamos desde una fachada, lo que perdemos no es solo libertad de expresión: perdemos inteligencia colectiva. Porque pensar no es repetir lo correcto, sino arriesgar una idea. Y toda idea, para ser fértil, debe estar dispuesta a ser rebatida.
Necesitamos recuperar el disenso. Necesitamos proteger a quienes se atreven a decir cosas incómodas, no porque sean necesariamente ciertas, sino porque su existencia garantiza que la verdad no ha sido clausurada. No hay política sin conflicto, ni democracia sin pluralidad. Y no hay pluralidad donde solo se habla para ser aprobado.
Preocupa menos lo que se dice que lo que se calla. Porque lo que se calla es lo que verdaderamente piensa la gente. Y si dejamos que lo oculto determine lo público, entonces ya no vivimos en una sociedad libre, sino en una escenografía de libertad.
Referencias
- Foucault, M. (1996). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets Editores.
- Foucault, M. (2002). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI Editores.
- Goffman, E. (1959). The Presentation of Self in Everyday Life. Anchor Books.
- Noelle-Neumann, E. (1974). The Spiral of Silence: Public Opinion—Our Social Skin. University of Chicago Press.
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