“En la calle, en el estadio, en el parque o en el metro y, como no, en la casa, las tensiones suelen resolverse mal porque el debate o la disrupción se suprimen, no se tramitan. Al final solo importa que el rayón en la pared o en el alma no exista o no sea visible, pero en cambio casi nunca surge la pregunta acerca de por qué existe tal rayón.”
“No sé cómo enseñarle a querer vivir a alguien” así me lo dijo mi amiga Carolina, una psicóloga de gran sensibilidad e inteligencia que trabaja desde hace al menos una década con víctimas del conflicto.
Lo preocupante es que la pandemia paralela que avanzó como materia oscura al lado del covid-19 sigue haciendo estragos y tal vez sean mucho más devastadores y duraderos que los sembrados por el bicho. Según las estadísticas, en Medellín la tasa de suicidios por cada cien mil habitantes era de 6 en el año 1990, ascendiendo a 8,2 en 2022[1]. Más de un 25% de incremento en tan pocos años es un verdadero motivo de preocupación.
Se aventuran múltiples hipótesis acerca de lo que puede estar causando este fenómeno, pero todas se estrellan contra el muro de la imprecisión o del “algo habrá de ello”. Metámonos en camisa de once varas volviendo a la afirmación de Carolina preguntándonos qué nos hace querer vivir. Se hace notorio entonces que aquello puesto en el centro por la dinámica predominante en una sociedad de consumo como el lujo, la adquisición a toda costa de dinero, belleza, fama y poder no es la respuesta. Por todas partes hay ejemplos de personas acaudaladas, millonarios en tristezas y frustraciones. Y que además alimentan cada tanto las cifras de suicidas enrostrándonos una inquietante sensación de “¿qué pasó? ¡Se veía tan feliz!”
No puede hablarse de ese problema en nombre de toda la especie humana porque tal vez el único que lo intentó fue Freud y se ya sabe el berenjenal que formó tratando de tomar el toro por los cuernos al indagar por los malestares en la cultura. Intentemos focalizar el problema mucho más modestamente desde el Valle de lágrimas del Aburrá. Somos una especie de ciudad feliz que lidia de mala manera con sus males. El afamado sentido de pertenencia y el sentimiento de regionalismo nos otorga blasones en la autoestima, pero al mismo tiempo nos arrincona en las dificultades de afrontar los problemas de frente, llamando las cosas por su nombre. El orgullo de ser y pertenecer a una comunidad puede lanzarnos al peligroso laberinto de perder la perspectiva, acrecienta la dificultad de ponernos en el lugar del otro e induce a un déficit de empatía que a la larga pasa factura. Somos una sociedad orgullosa pero también soberbia y prejuiciada, que además pretende resolver los problemas de un porrazo.
En la calle, en el estadio, en el parque o en el metro y, como no, en la casa, las tensiones suelen resolverse mal porque el debate o la disrupción se suprimen, no se tramitan. Al final solo importa que el rayón en la pared o en el alma no exista o no sea visible, pero en cambio casi nunca surge la pregunta acerca de por qué existe tal rayón. Debemos ser la tierra de más alta producción per cápita de “papás cumplidores del deber” es decir buenos para mercar, pero regularcitos para escuchar.
Nunca como hoy las alarmas sobre la salud mental y los índices de ideación suicida y suicidio estuvieron tan encendidas, pero nadie parece saber muy bien qué hacer. Extender la mano y disponer las condiciones para una escucha atenta no resultan tan fáciles, pues también existe el riesgo de ser juzgados o mostrarse débiles. Además, es más común de lo que se cree el hecho de pensar que los problemas anímicos o emocionales son como males menores que se pueden sacudir con algún divertimento o entretención, lo cual abre la puerta a dependencias que son como una escalera descendente en caracol hacia ninguna parte.
La alcaldía de Medellín abrió “escuchaderos” en diferentes partes de la ciudad, donde los ciudadanos se acercan a hablar de sus cuitas. Resulta muy revelador lo que una psicóloga encargada de uno de estos parches de la palabra y la escucha, ubicado en la Plaza Botero en pleno centro, me comentaba hace poco: “A medio día no doy abasto, parece que todos salen de sus trabajos a almorzar y a buscar ayuda”.
Hay que movilizarse y hay que hacer lo necesario para apoyar en la tarea más obvia, pero que también puede representar todo un desafío: querer vivir.
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[1] Sarmiento, Libardo “Medellín activa alarma por suicidios” en Desde abajo, Ed 300 marzo 31 de 2023
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