Qué vaina ser maestro

Yo creo que he decidido dedicarme a esto de la enseñanza por culpa de los profesores que he tenido a lo largo de la vida, tanto de los malos, que no puedo olvidar ni quiero mencionar por miedo a quedar como un revanchista rencoroso, como de los buenos, para quienes especialmente, y con tanto cariño, escribo la columna de este mes.

Hace unos días, al terminar una de mis clases sobre responsabilidad del Estado mis estudiantes me dijeron que iban a calificarme muy bien para que la universidad decidiera ponerme a darles clase el próximo semestre. En las siguientes horas esa frase quedo retumbando en mi cabeza y me fue inevitable rememorar mis primeras clases, que ni siquiera fueron en una universidad, sino en una pequeña escuela de un corregimiento de Medellín a donde fui a hablar sobre el derecho de petición y la acción de tutela. También me acordé de la vez en que un señor me gritó que un culicagao como yo no iba a darle clase a un viejo como él. Así como de ese día en que un estudiante me pidió que le pasara la materia porque él era muy amigo del gobernador. Al volver a hacer el recorrido de estos años de aulas en mi memoria, llegué a la conclusión del día, que fue la siguiente: que vaina es ser maestro.

No quiero ser egoísta y hablar solo de mi experiencia, quiero dedicar un par de líneas a resaltar a los miles de docentes rurales en Colombia, a los explotados laboralmente en los colegios y a los genios ninguneados que hay en las instituciones de educación superior. A los que siguen ahí, resistiendo ante un sistema malagradecido, soportando a los directivos rosqueros y a los compañeros despreciables que no hacen esto por vocación, sino por oportunidad. Cuando pienso en mi vida, pienso en ellos porque más que el conocimiento técnico, la marca imborrable en la memoria y los afectos son la huella de un maestro y el transcurso de mi existencia está entintado con esas marcas.

David no me dio una sola clase en la universidad, pero fue y es mi maestro de derecho constitucional y probablemente por su culpa soy también profesor, aunque casi me vuelvo abogado laboralista y entonces habría que hacerle el anterior reclamo a Liliana. Ahora, si voy más atrás debo confesar que yo hace rato olvidé cómo factorizar, pero nunca olvidé cuando Harvey me preguntó ¿arreglaste el problema con tu mamá? Ni lo obsesionado que estaba Juan Carlos con que pasáramos a la universidad y leyéramos noticias o que Natalia me alcahueteaba no estar presente en clase de español a cambio de que escribiera cualquier cosa en ese tiempo, que sepa que esta columna nació ahí. Qué vaina ¿no?

También debo admitir que no puedo ver un número fraccionario, decimal o porcentaje sin que inmediatamente piense en Rocío y que sin Julio, es probable que nunca hubiera descubierto mi amor por las humanidades y habría sido físico, matemático o ingeniero. Alguna vez, tuve que llenar una planilla de descargos por una falta que no recuerdo, pero cuando Sora Aidé la leyó, se rió y me dijo que iba a ser un buen abogado. Resultó profesora y profeta, que vaina.

Sin embargo, me considero más profesor que abogado y lo descubrí solo hace unos meses cuando le decía a un colega lo mucho que me gusta dar clase y como una iluminación me vino el recuerdo de cuando Josué Machuca se presentó al salón hace ya más de una década y nos dijo que era profesor y que lo que más le gustaba hacer era ser profesor. En ese momento me pareció bien raro el tipo, ahora, me identifico con él, que vaina.

Esa transición fue lenta, y no voy a negar que dolorosa. Hay que bajar del pedestal y asumir la vocación con humildad y pasión por servir, por hacer del mundo un lugar mejor, no por uno, sino por los demás, pero sobre todo a través de los demás, es decir, sin mayor protagonismo. Cuando empecé a estudiar mi carrera universitaria tenía como propósito convertirme en el mejor abogado del mundo. Hoy por hoy, esa meta no me genera mayor interés, pues una parte importante de mi felicidad la he encontrado no en ser mejor que todos, sino en procurar que mis estudiantes sean mejores que yo.

¿Recuerdan ese estudiante amigo del gobernador que me pidió pasarle la materia? Al final la perdió, a pesar de mis grandes esfuerzos por ayudarle a aprender, a mejorar y a superarse para que pudiera aprobar, creo que no era el tipo de ayuda que quería de mi parte. Supongo que no todas las orugas se pueden hacer mariposas. Él fracasó, yo fracasé y ambos tendremos que aprender a vivir con eso. Al final uno aprende más de los estudiantes que ellos de uno, puede que por eso no sea capaz de imaginarme tan feliz haciendo algo diferente que ser profesor y ojalá un día maestro.

PD: quiero ofrecer una pequeña y sentida disculpa a tantos y tantos maestros y colegas que quiero y admiro y que no mencioné en este escrito, que sepan que fue por falta de espacio o de memoria, pero jamás por falta de afecto, especialmente a mi padre, que también es maestro, pero que considero que merece un espacio propio en otra y mejor oportunidad.

Juan Camilo Osorio Taborda

Abogado, especialista en derecho administrativo. Docente universitario, litigante y asesor.

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