En 1885, cuando el federalismo y la Constitución de Rionegro estaban en crisis, en particular por las andanzas y ánimos de centralismo del movimiento político de la Regeneración, liderado por Rafael Núñez, Antioquia se convertirá en un bastión para los intereses conservadores frente al desmoronamiento de los radicales. Entre los líderes godos del entonces nombrado Estado Soberano de Antioquia, parte de los Estados Unidos de Colombia, estaban, entre otros, Marceliano Vélez y destacados miembros de la familia de Mariano Ospina Rodríguez.
El radicalismo tenía su punta de lanza en Santander, y para 1885, el país estaba convulsionado. La guerra civil, en la que los radicales intentaban derrotar las aspiraciones centralistas de Núñez, estalló en el territorio nacional y en Antioquia se erigirá un escenario propicio para la confrontación. Los radicales van perdiendo terreno y un ejército de regeneradores marcha hacia el norte, entre ellos el general Juan N. Mateus, militar que sostendrá a su paso enfrentamientos desde el Cauca y Caldas, hasta llegar con sus huestes a Antioquia.
En este marco histórico, se desarrolla el cuento antológico de Jesús del Corral Que pase el aserrador, escrito en 1914, y erigido por la cultura como una representación sociológica y cultural del antioqueño entrón, avispado y que no se arredra ante los riesgos ni las dificultades.
A partir del primero de enero del 85, el presidente del Estado de Antioquia Luciano Restrepo declaró turbado el orden público y tras la toma de tal determinación los radicales de esta zona entraron en la guerra, en una disputa que involucra buena parte de la provincia. La complejidad de la conflagración no se nota, desde luego, en el cuento del escritor nacido en Santa Fe de Antioquia en 1871 y que, en su producción, no logró jamás ningún otra creación similar, de tal contextura y perfección literaria, cuyas cualidades lo han hecho figurar en las antologías del género en Colombia y erigido como un relato símbolo de aspectos clave de la llamada “antioqueñidad”, que es dicha condición la que Carrasquilla, el gran escritor de transición en esta parte del país, retrata y radiografía con solvente profundidad y cuestionamientos a granel.
En aquella confrontación política, en armas, comienzan a destacarse figuras del talante de Rafael Uribe Uribe, Benigno Gutiérrez, Rafael Reyes, entre otros, aunque en el cuento, que no es tratado de guerra, sino esta condición como trasfondo, solo aparece Mateus, cuya campaña arrasadora avanzaba desde el sur y al cual se rendirán las tropas antioqueñas radicales. El caso es que, Simón Pérez, mayordomo, el héroe del cuento de don Jesús, había sido reclutado y lo llevaban para la Costa por los llanos de Ayapel, de donde decidió, con un indio boyacense, tomar las de villadiego, es decir, desertar una noche en la que, ambos, estaban de centinelas. Y ahí, con esa circunstancia, es el inicio de un relato en el que la picaresca se combina con la malicia de un antioqueño que, para salvar la vida, y para no morirse de hambre, se ve obligado a decir, cuando llega a la mina y hacienda de un extranjero, el conde Nadal, que él es un aserrador.
El muy medido cuento, una joya del género, en el que hay diálogos, poca adjetivación, mucha acción y una capacidad de narrar y verbalizar el mundo de parte de Simón Pérez, el protagonista, es una muestra de escritura con sapiencia y genio. Y en los contenidos, de la conformación de una cultura, de una manera de ser que no es individual sino colectiva, o, al menos, una señal de comportamientos que, para ciertos analistas, podrían reñir con lo ético.
Simón, un tipo de pensar rápido, dotado de astucias y dueño de una natural capacidad para convencer a los otros, llega hasta la mina de Nadal, en el Nus, y sabe que si logra entrar, junto con el boyacense, será la única tabla de la salvación. En ese lugar, que puede tener lo que ahora se conoce como un fuero, no podrán detenerlo. Sabe que si lo apresan antes de entrar allí, lo conducirán al cepo y lo apalearán.
Cuatro días llevan los desertores en fuga, sin comer, con los pies maltratados por las espinas de las chontas, en medio del boscaje, y entonces Simón, que tenía noticias de la empresa que estaba fundando el conde, decidió orientarse con su compañero hacia esas coordenadas, siguiendo la orilla de una quebrada que él sabía que iba a desembocar al Nus. A los siete días de hambrunas y desesperanzas, encuentran la ansiada mina.
Y en este punto del relato, el lector sabrá de las audacias de Pérez y del apocamiento (o sinceramiento improductivo) del boyacense. El antioqueño acude a una mentira piadosa, rápida, convincente. Sí, él es aserrador, que es el único oficio en el que hay vacantes en la heredad, al tiempo que el indio boyacense se tupe, solo dice que él es peón. “¡Que pase el aserrador!”, expresa el encargado. Y uno entra; el otro, se queda. “No me dio tiempo de aleccionarlo”, contará después Simón al narrador.
Y, en el interior, en ese mundo que para Simón representa la salvación, el estar lejos de la guerra, el no caer en manos de los que lo pudieran enjuiciar por haber huido de una revuelta que no era suya, que de seguro no incluía sus intereses, el novísimo “aserrador” dialoga con el conde y comienza a mostrar sus vivezas. Un canchero. Un tipo despierto (otros dirán que se pasa de avispado), sin complejos. Sin ser aserrador (pero necesita que él otro crea que sí lo es) pide una paga ajustada a la de un “profesional”.
Después, en una especie de descanso porque es sábado y el hombre ya se ha alimentado hasta con cáscaras de plátano, que la hambruna era larga y tormentosa, el presunto aserrador va a mostrar sus dotes de juglaría, toca la guabina, alegra a la señora y los hijos del conde, se va convirtiendo en un ser querido por aquellos. Y a punta de tiple y trova llega al domingo con jalea de guayaba, galletas y jamón. Y todavía no ha trabajado nada.
Simón Pérez, como una suerte de Scheerezada masculina, se salva en rigor por las palabras, las músicas, porque cuenta relatos del folclor, de la tradición como Sebastián de las Gracias y el Tío Conejo. Porque, por su forma de ser, abierta y simpática, se gana el cariño de la familia del conde. Sí, es un mañoso. Pero, a la larga, aprende el oficio, tras una serie de peripecias y después de haber perdido dos dientes y quedado con “un ojo que parecía una berenjena”. Por atrevido.
¿Es ético el tal Simón? ¿A quién daña? ¿Comete alguna barbaridad? Sin duda, se trata de un hombre ventajoso, pero que en la faena no está por causar agresiones y ataques en los otros. Es un fresco, sí. Pero no se podría afirmar que es un delincuente. Ni siquiera un mal compañero. En la mina del extranjero se queda dos años como aserrador principal, con un sueldo de doce reales diarios “cuando los peones apenas ganaban cuatro”. Y como si fuera poco lo obtenido, además de haber aprendido el oficio, se casa con la sirvienta del conde.
Jesús del Corral, que pasó a la historia con la escritura de un cuento maestro, lo demás de su producción periodística y literaria se lo tragó el olvido, obtuvo la gracia esquiva de quedarse en la memoria de una región, de una cultura. Y su breve obra, de extraña perfección, ha dado para discusiones sobre el variopinto (y polémico) asunto de la “antioqueñidad”, de si el antioqueño es un avivato, o alguien que no se vara, o un arribista. O un simulador. ¿Da la personalidad y comportamiento de Simón Pérez para establecer cánones y formular hipótesis acerca de una compleja manera de ser como la de los que en Antioquia han nacido y crecido?
Se podría preguntar si mediante este cuento pudiera afirmarse, como se ha estilado en medio de guasonerías y charlas de café, que “el vivo vive del bobo… y el bobo, del trabajo”. Se podría enjuiciar, claro, a Simón por sus actitudes, y, después de deliberaciones y cotejos, saldría bien librado.
Que pase el aserrador es un cuento que, por lo demás, ha servido para que los que estudian las teorías sobre el género, tengan en uno como este, del autor que se dedicó más a los menesteres de la política que a los de la literatura, todas las características sobre componentes estructurales como la tensión, la intensidad, un conflicto o asunto único, y un final que es como un golpe en la mandíbula del lector. Su título y desarrollo, su técnica y forma, pero, en particular, su historia, dan como resultado una obra redonda, impecable.
La literatura tiene, entre otros, el poder de ofrecer las posibilidades de la polisemia, de las diversidades interpretativas. Y Que pase el aserrador es, en su extrema brevedad, en sus exactitudes verbales, un cuento trascendental, una clave para una hermenéutica de los antioqueños.
¡Ah!, y no está por demás agregar que, al acabarse la guerra civil de 1885, comenzaría casi de inmediato la hegemonía de los conservadores (1886-1930). Por aquellas calendas el cartagenero Rafael Núñez diría: “La Constitución de 1863 (la de Rionegro, Antioquia) ha dejado de existir”. Era el nacimiento de la todavía llamada República de Colombia.