Es difícil pensar con serenidad en medio de tanta convulsión. Hay días en los que Colombia parece un país al borde de sí mismo, como si avanzar fuera un riesgo y no una promesa. A veces lo único que queda es escribir, para que la rabia no se vuelva encierro, para que el miedo no se acomode en el pecho como una sombra persistente. Estas palabras no bajan fácil. Se sienten como un taco en la garganta, por eso encuentran en la escritura una forma de respirar.
Al intento de asesinato contra Miguel Uribe le siguieron atentados en el Cauca y en Cali. Todo en menos de una semana. Todo envuelto en un ruido ensordecedor que baja desde los micrófonos de la vieja política (de Bogotá y Medellín), que se cuela por los hilos de las redes sociales, que se disfraza de opinión y termina siendo combustible para incendiar lo poco que aún resiste en este país herido. La tragedia se convirtió, una vez más, en estrategia. No para convocar al cuidado, sino para reinstalar el miedo como lenguaje común.
Y entonces uno se pregunta, con el estómago apretado, quién gana con esto. Quién necesita que arda la democracia, que se tambalee el proceso de cambio, que la gente vuelva a desconfiar de todo. Hay sectores que solo se sienten cómodos cuando el país está de rodillas, porque es ahí donde pueden alzar la voz con autoridad prestada. No les interesa debatir con argumentos, les basta con sembrar miedo. No les interesa que Colombia se transforme desde la justicia, sino que retroceda hacia los privilegios de unos pocos. No es al gobierno al que le temen, es a la idea de que por fin el poder empiece a responderle a la gente común.
Cada vez que se intenta tocar lo intocable, cada vez que se habla en voz alta de redistribuir la riqueza, de garantizar derechos o de romper las lógicas de exclusión, reaparece la violencia. Como si fuera una reacción programada. Como si hubiera sectores decididos a impedir cualquier camino que no esté diseñado por ellos y para ellos. No hablo solo de quienes disparan. Hablo también de quienes incendian con palabras, de quienes manipulan la opinión para debilitar cualquier proyecto que no les pertenezca, de quienes prefieren un país fracturado si eso les permite seguir mandando.
Miguel Uribe no es un mártir. Y no debería serlo. Debería ser un político que, como todos, tiene derecho a hacer campaña sin temer por su vida. El intento de asesinarlo no justifica ningún discurso de revancha, ni legitima teorías conspirativas lanzadas al aire sin pudor. Pero tampoco puede usarse como excusa para estigmatizar a quienes creemos en otra forma de hacer política. No se puede permitir que la violencia sea el punto de partida para reinstaurar el viejo orden. Ni que quienes siempre han resistido el cambio usen esta tragedia para deslegitimar un proyecto que se ha construido con votos, con calle, con organización y con lucha.
No escribo esto desde la neutralidad. Lo escribo desde una convicción profunda. Creo en la política que nace del encuentro, del conflicto democrático, de la dignidad de lo colectivo. Creo que el poder debe tener sentido público, que no puede seguir siendo administrado por los mismos de siempre, ni pensarse como un club cerrado para quienes se sienten con derecho natural a mandar. Y también creo que la vida tiene que estar en el centro. Que ninguna diferencia política vale más que una vida humana. Que el cuidado no es debilidad, sino ética en movimiento.
Escribo también con dolor. Porque uno no se acostumbra, ni quiere hacerlo. A la muerte no se le puede normalizar. Pero tampoco se le puede convertir en plataforma. Por eso me asquean los discursos de guerra. Son vomitivos los micrófonos que claman por fuego mientras se esconden tras un discurso de institucionalidad. Son perversamente mezquinas las estrategias que buscan que la gente tenga miedo solo para manipular su decisión política.
Este país merece algo distinto. Merece debates con altura, con intensidad, con pasión, pero sin cadáveres de por medio. Merece una política donde quepan las diferencias sin que eso signifique un riesgo de muerte. Merece líderes que se midan por sus ideas, no por su capacidad de agitar la desesperanza. Y merece también que no nos dejemos arrastrar por los de siempre, los que convierten cada crisis en negocio, cada herida en oportunidad, cada miedo en bandera.
Tal vez parezca ingenuo, pero sigo creyendo. No en una política perfecta ni en soluciones milagrosas, sino en la potencia de un pueblo que no se deja domesticar por el miedo ni paralizar por el odio. Sigo creyendo que este país tiene todavía el coraje para no rendirse, para no aceptar que la muerte dicte el rumbo, para no callar por culpas que no nos caben. Aun con el dolor a cuestas, aún con el miedo respirándonos cerca, vale la pena seguir alzando la voz. Vale la pena cuidar la vida, pero también vale la pena transformar lo que la amenaza. No vinimos hasta aquí para quedarnos en la orilla. Vinimos a empujar la historia. A profundizar la democracia ( a darle real sentido al poder popular), a movilizarnos sin vergüenza, a proponer sin pedir permiso, a defender el derecho a cambiar lo que duele. Porque si algo está en juego hoy no es solo el presente, es la posibilidad misma de un futuro distinto. Y no vamos a soltarla. No ahora. No mientras haya un país que sueñe con justicia, con dignidad y con alegría compartida.
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