“Ellos, nuestros padres, ejercen un vínculo casi irreductible y profundo, un vínculo que define, en muchos sentidos, cómo dotamos de significado al mundo en nuestras primeras etapas de vida. Muchas corrientes del pensamiento han hecho hincapié en lo dicho anteriormente. El psicoanálisis ha hecho de las suyas para explicar estas relaciones, con teorías como el complejo de Edipo y Electra, que, aunque se centran en lo psicosexual, buscan comprender las dinámicas afectivas entre padres e hijos”.
De Los alemanes de Sergio del Molino, escritor español quien ganó recientemente el Premio Alfaguara 2024, me quedó la pregunta: ¿heredan los hijos la culpa de los padres? Esta es la pregunta con la que se presenta la obra en el acta de jurados del premio. No describiré ni resumiré el libro porque creo que mis palabras no le harían justicia a la seleccionada de este año al galardón. No quiero que alguna impresión vacía les genere una mala imagen o desinterés, lo que sería mucho peor. Quiero hablar un poco de aquella culpa de los padres que afecta a los hijos y, más aún, si los hijos pueden comprender las decisiones de los padres, poniendo el ojo ante esta dificultosa relación.
Las figuras parentales no se nos presentan como las demás; no son cualquier otro que se cruza en nuestra vida y nos deja una impresión pasajera. Ellos, nuestros padres, ejercen un vínculo casi irreductible y profundo, un vínculo que define, en muchos sentidos, cómo dotamos de significado al mundo en nuestras primeras etapas de vida. Muchas corrientes del pensamiento han hecho hincapié en lo dicho anteriormente. El psicoanálisis ha hecho de las suyas para explicar estas relaciones, con teorías como el complejo de Edipo y Electra, que, aunque se centran en lo psicosexual, buscan comprender las dinámicas afectivas entre padres e hijos. Según Freud, la resolución de estos complejos ocurre cuando el niño comienza a identificarse con el padre y la niña con la madre, un proceso que lleva a la internalización de valores y normas que se consideran «apropiados».
Aunque tampoco pretendo dar una cátedra de psicoanálisis, Freud ya ha sido ampliamente revisado y criticado, la identificación con las figuras paternas sigue siendo un tema central en cómo entendemos nuestra relación con ellos. Poder comprender a nuestros padres y alcanzar una verdadera identificación con ellos podría cerrar, al menos en parte, el abismo que a veces nos separa. Se ha hablado mucho sobre cómo conocemos el mundo a través de los sentidos y de cómo nuestros primeros usos simbólicos y acercamiento al lenguaje están siempre mediados, vigilados y prácticamente proporcionados por nuestros padres. Es gracias a nuestra relación con ellos que comenzamos a desarrollar comportamientos frente a los problemas y dificultades que encontramos en el mundo. Todo parece controlado y guiado hasta que llega el momento en que iniciamos nuestra individuación, un proceso en el que volvemos a cuestionar y dotar de nuevo sentido todo lo que en su momento comprendimos a través de nuestros padres.
Esta primera ruptura con la autoridad parental nos revela una verdad fundamental: nuestros padres, esos pilares de certeza en nuestra infancia, no tenían un conocimiento absoluto del mundo ni de las cosas. El peso de la autoridad comienza a desvanecerse cuando ya no basta con decir «es que mi papá ha dicho…» o la típica muestra de autoridad: «tienes que hacer eso porque soy tu madre». En ese momento de revelación nos enfrentamos a dotar de sentido al mundo por nosotros mismos; nuestras decisiones, pensamientos y relaciones generan una identidad que dista de la creada por nuestros padres.
El conflicto se vuelve más agudo porque empezamos a dudar de todo lo que nos han enseñado nuestros padres. Es un momento de crisis en el que las certezas se desmoronan y la tierra firme que nos proporcionaba la autoridad parental empieza a quebrantarse. Lo que antes era incuestionable, ahora se ve bajo una nueva luz, una nueva mirada: las reglas, los valores, las decisiones que guiaron nuestra infancia, todo empieza a parecer menos absoluto y más relativo. Aparecen con ello las fisuras de la estructura de la autoridad, que hasta entonces nos parecía inquebrantable.
¿Qué sigue después de ello? Llega un punto en el que dejamos de ver a nuestros padres como figuras casi míticas y los vemos como lo que son: personas comunes y corrientes, con sus miedos, dudas y errores. Vemos cómo nuestra vida bajo las decisiones de ellos fue construyéndose bajo impulsos y circunstancias que pudieron evitarse. Vemos a nuestros padres como fallidos. Perdemos la idealización que con los años se construyó en nosotros y, a medida que crecemos, los creemos más humanos, más parecidos a nosotros. Este acto, que puede verse como una desilusión, es realmente un paso de madurez. Gracias a ello, vemos que los años de dependencia y aprobación van quedándose atrás, y que ante nosotros se abren las posibilidades de verlos a ellos bajo un respeto mutuo. Bajo la equivalencia de ser todos seres humanos, vulnerables e imperfectos.
Pero es aquí donde surge la verdadera cuestión: ¿pueden los hijos comprender realmente las decisiones que sus padres tomaron? ¿Entienden que esas decisiones, muchas veces impulsadas por las urgencias del presente, por trabajos precarios o por la simple falta de opciones, no fueron siempre las mejores para un futuro que ni siquiera podían vislumbrar? Tal vez, con el tiempo y la experiencia, algunos hijos lleguen a esa comprensión, dándose cuenta de que sus padres no siempre tuvieron la capacidad de prever las consecuencias de sus actos, porque estaban inmersos en la lucha diaria por sobrevivir, por mantener a flote a la familia en un mundo lleno de incertidumbres. Tal vez la comprensión llegue cuando ellos tengan que tomar decisiones de las que desprendan la vida de los demás. Sin embargo, no llega siempre tan fácil. Es más, puede que aquella comprensión no borre los errores cometidos ni suavicen el juicio que tenemos de nuestros padres. Eso sí, aunque no cambien aquellos juicios, comprender a nuestros padres nos permitirá comprender las vicisitudes de la existencia misma. Existencia que juzgamos fácil o difícil dependiendo nuestras situaciones.
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