En el corazón de las tensiones legales y políticas que enfrenta Colombia con los fallos de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), se encuentran ecos prolongados de promesas no cumplidas y una soberanía proclamada que raramente se materializa en justicia para los más afectados. Desde las decisiones defensivas de la administración de Álvaro Uribe hasta los esfuerzos diplomáticos de Juan Manuel Santos, hemos observado una evolución en el enfoque gubernamental hacia los mandatos internacionales. Sin embargo, con la llegada de Gustavo Petro, nos enfrentamos a una nueva realidad: su gobierno promete mucho pero ha entregado poco, especialmente a las comunidades en las periferias de nuestro país que siguen relegadas y olvidadas. Teniendo en claro su consigna de campaña de cumplimiento del fallo, y su grito a viva voz de unir el pueblo raizal con la costa de la mosquitia, lo cual no se visualiza ni se ve horizonte programático.
El respeto por el derecho internacional y la implementación efectiva de los fallos de la CIJ no son solo cuestiones de política exterior, sino manifestaciones de cómo un país valora a sus propios ciudadanos. El enfoque actual del gobierno, que muestra una reluctancia palpable para confrontar a Nicaragua y a su líder, Daniel Ortega, revela una falta de voluntad para defender no solo el territorio nacional, sino también los derechos y el bienestar de las comunidades raizales. Estas comunidades han visto cómo sus aguas se convierten en zonas de disputa internacional, mientras sus voces permanecen ahogadas bajo el tumulto de la diplomacia y la inacción, y siguen sumergidas las islas en una alarmante falta de servicios públicos básicos como agua potable, saneamiento y atención médica adecuada.
Nelson Mandela una vez dijo: «To deny people their human rights is to challenge their very humanity.» Este llamado a reconocer y proteger los derechos humanos resuena profundamente con nuestra situación actual, donde la falta de acción desafía la humanidad de nuestras propias comunidades.
Estamos presenciando una desconexión profunda entre las palabras elevadas de nuestros líderes y las realidades sombrías en nuestras fronteras marítimas. ¿Cómo puede ser que aún, a estas alturas, el embajador de Colombia ante Nicaragua no haya pisado las islas afectadas ni movilizado esfuerzos para trabajar junto a los raizales en la defensa de sus derechos ancestrales y en la mejora de sus condiciones de vida básicas?.
Como nación, debemos exigir más que retórica. Debemos exigir acciones que reflejen un verdadero compromiso con la justicia y la equidad. El llamado es claro y debe resonar desde las calles de Bogotá hasta los rincones más remotos de San Andrés y Providencia. No podemos seguir permitiendo que las decisiones tomadas en el centro del país dicten el destino de aquellos en las periferias sin ofrecerles un asiento en la mesa de negociaciones.
Debemos unirnos para asegurar que nuestro gobierno no solo respete las decisiones internacionales, sino que también actúe de manera que proteja y promueva los derechos de todos los colombianos, sin importar su ubicación geográfica o su influencia política.
Este es el momento de ser escuchados, de ser representados, de movilizarnos y de exigir una Colombia que sea verdaderamente justa y soberana. Una Colombia donde los fallos internacionales se implementen no solo en papel, sino en acciones concretas que transformen vidas y mejoren los servicios básicos en cada rincón del país. Porque al final del día, la verdadera medida de nuestra soberanía se encuentra en cómo tratamos a los nuestros, cómo defendemos a los nuestros, cómo elevamos a los nuestros.
Dejemos que este no sea solo un llamado a la reflexión, sino un clamor por la acción. No permitamos que el futuro de nuestras comunidades sea decidido sin su participación activa y consciente. Es necesario exigir y asegurarnos de que Colombia no solo sea respetada internacionalmente, sino también respetuosa con la dignidad humana de su pueblo.
Un joven doliente por su Isla