“Colombia no necesita más odio disfrazado de lucha, sino más conciencia, más compasión y más propuestas que unan en vez de dividir”
En los últimos años, Colombia ha sido escenario de intensas movilizaciones sociales que, en sus inicios, nacieron del clamor legítimo por justicia, equidad y transformación. Sin embargo, hemos sido testigos de cómo una parte de ese movimiento, especialmente sectores identificados como la “Primera Línea”, ha desdibujado su esencia y propósito, cayendo en episodios de violencia y vandalismo que poco o nada tienen que ver con el diálogo democrático.
No podemos tapar el sol con un dedo. El país arrastra heridas profundas: desigualdad, corrupción, exclusión, represión y desconfianza institucional. Pero el camino para sanar no puede ser el caos, el miedo ni la destrucción. Cuando los supuestos defensores del pueblo terminan afectando a ese mismo pueblo —quemando estaciones, cerrando vías, destruyendo infraestructura pública o privada—, el mensaje se diluye y lo que queda es el dolor de los más vulnerables, de quienes usan el transporte público, de quienes viven del día a día, de los pequeños comerciantes.
La protesta es un derecho legítimo. El vandalismo no. Confundir resistencia con violencia es una grave equivocación que nos aleja del país que soñamos. La indignación no puede justificar el atropello. Y mientras algunos se autoproclaman salvadores, los barrios populares siguen esperando agua potable, educación digna y oportunidades reales.
¿Y qué dice el presidente Gustavo Petro ante esto? En múltiples ocasiones, ha hecho llamados a la comprensión del fenómeno social que representa la Primera Línea, llegando incluso a reconocer su papel como “defensores” en medio del estallido social de 2021. Ha propuesto su integración a procesos sociales y educativos, en vez de criminalizarlos. Si bien este enfoque tiene su raíz en una visión de inclusión y reconciliación, es preocupante que el límite entre justicia social y permisividad frente al vandalismo se esté desdibujando.
La pregunta no es si los jóvenes tienen derecho a protestar —porque sí lo tienen— sino si destruir es el camino correcto para construir un nuevo país. La respuesta es no. Necesitamos líderes que canalicen la inconformidad hacia propuestas concretas, que eleven la voz con argumentos, que transformen el dolor en proyectos sostenibles, no en barricadas.
La verdadera revolución comienza en el corazón, en la mente, en la educación y en el servicio. No hay cambio sin valores, ni justicia sin responsabilidad. Colombia no necesita más odio disfrazado de lucha, sino más conciencia, más compasión y más propuestas que unan en vez de dividir.
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