Cuando terminan los tiroteos en las guerras irregulares y cuando los contendientes acuerdan cesar las hostilidades, o dejar las armas definitivamente, lo que sigue es la guerra simbólica, la guerra por la hegemonía de la memoria. Nos enfrentamos, desde ese momento, a la necesidad de dotar de sentido la insania que nos lanzó a asesinarnos unos a otros. La burocratización de la memoria no nos salva de la terrible circunstancia de las tensiones entre la pretensión oficial de controlar la historia y la memoria de las víctimas. Las víctimas no juegan los juegos de los señores de la guerra, y si bien continúan con sus vidas, las pérdidas de sus seres queridos no podrán ser nunca justificadas por teoría filosófica, social o económica alguna. Todo el aparato académico y burocrático puede volcarse a explicar cada uno de los hechos históricos, pero la singularidad se nos escapa y el testimonio de las víctimas nos lo devuelve dolorosamente en su crudeza.
Sería completamente absurdo desconocer el derecho al olvido del que habla Todorov. Pero tampoco podemos olvidar que, en muchas ocasiones, las víctimas deben enfrentar el fastidio, cuando ellos hacen memoria, en los rostros de aquellos que experimentaron la guerra de lejos. Es cierto que hemos desarrollado estrategias de acompañamiento a las víctimas y los expertos se atarean en recordarles lo que ya saben: «el mundo sigue andando». Queremos marcarles a las víctimas el ritmo de la memoria sin respetar el dolor, especialmente cuando no pudieron ni siquiera despedir a sus seres amados en un ritual funerario. En no pocas ocasiones, lamentablemente, los rituales de perdón son espacios para exigir el olvido que los señores de la guerra necesitan para justificarse.
El escenario por excelencia de la guerra por la memoria no son los procesos oficiales de reconstrucción de ésta, así sean con la participación de las víctimas, en puestas en escena construidas para el perdón. El escenario de la guerra por la memoria es la esfera de lo público aún en sus grotescas manifestaciones de las redes sociales. Un lugar donde lo peor del ser humano se exhibe con irremediable descaro. La completa brutalidad de la palabra y el gesto, de muchos, siguen señalando sin ninguna consideración a las víctimas. Por ello, si bien pueden tener problemas serios, han de preferirse los escenarios donde esta memoria pueda ser reconstruida abiertamente y sin injerencias de los poderes de legitimación del odio y el genocidio. Tenemos que seguir deslegitimando a todos aquellos que en las redes sociales hacen una cruel exhibición de los mismos prejuicios que llevaron a los victimarios a sembrar de terror el país, prejuicios que ahora están en las manifestaciones públicas de quienes nos gobiernan.
Pero hay otro escenario donde la memoria es fundamental para hacer justicia a las víctimas y buscar todas las formas posibles para que no se repita la barbarie. Ese lugar es la escuela. Sin embargo, no podemos olvidar que la escuela también es un escenario de conflictos de memoria, como ha sido por siglos escenario de conflictos entre los modos diversos de comprender el horizonte mundo vital de una sociedad determinada o de un estado-nación. Justamente, por ello, hay que recurrir a la idea de la teoría curricular que muestra claramente que el currículum, más que un texto expositivo acerca de un modo de comprender el mundo, es expresión del conflicto entre quienes construyen narrativas que pretenden de manera normativa establecer cómo es éste. Por ello no debe extrañarnos el conflicto de la memoria cuando llega a la escuela a través de los manuales de enseñanza de historia o la cátedra de paz.
Ahora bien, la reflexión sobre la memoria en la escuela debe trascender el escenario mismo escolar y debe hacer parte de la reflexión en la pedagogía entendida como campo disciplinar. Sobre esto parece abundar la bibliografía académica y, sobre todo, el constante ejercicio de memoria mediante «los demasiados libros» centrados en reconstruir (auto) biográficamente la experiencia de maestros y maestras en contextos de guerra. Pese a todo, a lo que aspiro es a la modesta idea de pensar estos problemas a partir de la reflexión sobre Auschwitz como experiencia límite de la humanidad, como punto de inflexión donde todas aspiraciones humanas parecen revelarse como un absurdo que lleva indefectiblemente al genocidio. Incluso, recientemente, los estudiosos del fenómeno del genocidio han concluido que no es una excepción, es una estrategia de organización social que parte de la supresión del otro como elemento central de construcción de unidad. Esta clave debe ser introducida en el análisis de lo que vivimos dese hace tantos años en Colombia.
Finalmente, hace poco, tuve la oportunidad de escuchar una entrevista donde una experta nacional en el problema de la educación y la violencia, se hace una pregunta que por su ingenuidad resulta dolorosa: ¿Cómo es posible qué alguien que ha pasado por la escuela sea violento y corrupto? Lo que nos muestra Auschwitz es que este tipo de preguntas ya no son posibles, ya no son muestra de ingenuidad, expresan la incapacidad de escuchar el dolor de las víctimas más allá de las teorías con que edulcoramos el mundo vivido. No podemos olvidar que los más crueles miembros de las SS eran doctores en múltiples campos del conocimiento y seres de una vasta cultura. Los sobrevivientes, aquellos que nos legaron en su escritura su memoria, recuerdan episodios tan absurdos como aquel del comandante del campo de exterminio que entraba a su casa por la puerta de atrás para evitar despertar a su canario. Quizás lo que nos falta es incluir en la formación de maestros y de los expertos en educación un poco de literatura, un poco de imaginación literaria.
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