Doña Marta se levanta todos los días a las tres de la mañana. Como vive en el filo de una montaña antioqueña: hace frío; por eso lo primero que hace es prender la chispa para que la leña del fogón coja calor. Mientras tanto coge una olla para llenarla con agua de la caneca que mantienen en el patio y que es una mezcla de agua de lluvia y de un nacimiento que pasa cerca; con ella pondrá a calentar el café para que su marido y sus hijos se vayan con el estómago caliente a trabajar el campo.
Siembran varias hortalizas y tubérculos, y mantienen un terreno con pasto alto para alimentar unas cuantas vacas lecheras que ordeñan primero que nada, porque la leche la pasa a recoger el camión antes de las cuatro y media de la mañana. Saludan de mano y abrazo al mismo operario que ha recogido la leche por los último tres años y que hace el viaje desde Medellín cada tres días. Luego de cargar la leche, el hijo mayor de doña Marta despide al operario diciéndole que se cuide la gripa, que se ve mal.
Al caer la tarde varios de los productos que siembra la familia de doña Marta van a parar al patio, porque “hoy tampoco pasó el camión, la vía está muy mala, la gasolina subió y los precios que piden son tan bajos que no vale la venida a recogerlos”. Los tiempos están raros, pero al radio de la casa se le acabaron las pilas hace dos meses, la ida a comprarlas les quita medio día de trabajo y el palo no está para cucharas.
La comida se sirve a las siete, son frijoles con carne y arepa. Ninguno se ha lavado las manos y el marido de doña Marta tiene tos desde el medio día. Ella lo ve con fiebre, pero él la tranquiliza diciéndole que es ‘el virus’ y que ponga a hervir aguapanela para echarle limón, porque “mañana hay que seguir trabajando, si no ¿quién alimenta este país?”.
He tenido el honor de recorrer las entrañas de Antioquia, de caminarlas y de conversar con quienes las habitan. Son, generalmente, campesinos que trabajan durante todo el día y que luchan todos los días para que sus productos puedan salir al mercado. Ahora que las fronteras están cerradas y el comercio se encuentra en mínimos históricos, el país entero se ha comenzado a dar cuenta de la enorme importancia que tienen los campesinos para la subsistencia y vida digna de todos los colombianos.
En esta cuarentena ellos siguen trabajando y la leche, las frutas, las arepas, los huevos y las verduras llenan las canastillas de las plazas de mercado. Pero ellos siguen careciendo de vías en buen estado para sacar sus productos; en muchos lugares siguen sin contar con agua potable y con conexión a línea telefónica o de celular, mucho menos de internet. La mayoría de nuestros campesinos no cuentan con hospitales cercanos y muchas veces los centros de salud son atendidos por solo una enfermera que trabaja en horario de oficina.
Sus condiciones de vida son precarias y como solución histórica solo se les ha ofrecido créditos, mientras que tienen que competir con productos de países que subsidian a sus campesinos y sus producciones. En este momento lo único que necesitan nuestros campesinos es que les garanticemos condiciones propicias para seguir haciendo la titánica tarea de alimentar a todo un país. No podemos hacernos los de la vista gorda, cuando la historia nos está demostrando que sin ellos no podríamos luchar contra un enemigo tan poderoso como lo ha sido el Covid-19.
El gobierno nacional tiene que entender el valor del campesino y poner todo lo necesario para que historias como la de doña Marta y su familia no ocurran, porque si nuestros campesinos (que no cuentan con condiciones óptimas de bioseguridad), comienzan a enfermar y a morir en los caminos veredales intentando llegar al centro de salud más cercano, los únicos culpables vamos a ser nosotros cuando empecemos a ver las estanterías vacías y las neveras congelando solo el hielo para el agua.