Algunos tildaron de “irónico” el giro que dio la imagen pública de Epa Colombia luego de postear un par de videos en compañía del expresidente Uribe. Ese giro de “irónico” no tiene nada, y es que durante los últimos diez años se nos ha puesto en la frente una etiqueta invisible que tiene tres categorías: ser de izquierda; ser de derecha; o ser un tibio.
Y aunque hablo de los últimos diez años, la verdad es que, por más de doscientos años, la sociedad colombiana se ha visto etiquetada en centralistas y federalistas, liberales y conservadores, nacionalistas y librecambistas, entre otras tantas; y ya bastante sabemos sobre los resultados de cada una de las disputas en las que los ciudadanos hemos sido las víctimas y los encargados de elevar los egos políticos.
Como si fuera poco, al discurso de la afinidad se le ha sumado la crisis de identidad por la que atraviesan los partidos. Es que sentirse afín a las ideas políticas de un partido ya no es suficiente; es por eso que los términos “petrista”, “uribista”, “santista”, “claudista”, “castrochavista” se han acuñado e interiorizado como parte de las etiquetas ciudadanas. Y es que abundan los perfiles de Twitter con descripciones como: “No al castrochavismo, sí al uribismo” o “Petrista de corazón”, además de la notable frecuencia con la que los periodistas califican la realidad política con estos términos en esta misma red y en los medios de comunicación tradicionales.
Desafortunadamente, el problema no se limita a ser llamado de una u otra manera, al igual que con las anteriores etiquetas, el problema representa un fenómeno de violencia política, que instiga a las personas a cometer actos de violencia verbal, psicológica e incluso física.
Es por eso que, a un año de elecciones presidenciales las susceptibilidades aumentan, y frente a las campañas políticas la satanización de la imagen de Epa es un daño colateral. Qué más se podría esperar cuando la presentación de toda candidatura va acompañada de una contracampaña de desprestigio personalista.
Epa Colombia es una víctima de la costumbre colombiana de odiar todo lo que no se parece a lo que somos afines. Y sí, su discurso incoherente deja mucho de qué hablar, pero más allá de si le gusta el rojo o el azul, la violencia política es injustificable y ante todo debe prevalecer la democracia, la tolerancia y el respeto por la diferencia.
Para evitar otros daños colaterales, es una tarea de la ciudadanía quitarnos las etiquetas y encontrar otras formas, menos violentas, de manifestar nuestros ideales, dejando de ser idiotas útiles de los egos personalistas y participando con mayor asertividad en el proceso democrático.
Muy buen artículo, muy cierto