Populismo

Pensemos en la política pública más agresiva de todas. Se me ocurre el texto de Jonathan Swift Una modesta proposición: comamos bebés de menos de un año y así suplimos el hambre y no dejamos al destino de miseria y pobreza a esos niños y sus familias.

 

Asumamos que el texto de Swift no es una sátira y que verdaderamente podríamos ejecutar unas políticas públicas tan agresivas al punto de incluso volvernos caníbales. El fondo de una cosa como esas es simplemente la creencia de que hay cambios radicales y cambios progresivos. Es decir, que si una sociedad quiere desarrollar programas que le solucionen las dificultades que tiene, debe o hacer cambios a sus estructuras o debe, a partir de las mismas estructuras, reformarlas de a poco.

 

Para poder entender qué es lo que debería hacer una sociedad en situaciones como esas, hay que hacer otra distinción: no todas las políticas públicas tocan los mismos asuntos. Hay algunos que ya la historia definió como mínimos y otros que dejó al arbitrio de cada sociedad según lo planee ella misma. Por ejemplo, luego de los Estados de bienestar europeos, nadie pone en duda que debe haber, como mínimo, servicios sanitarios eficaces, agua potable, electricidad, alimentación infantil, etc. Los servicios públicos domiciliarios, por ejemplo, no deben ser nunca parte de los debates sobre lo que deberíamos o no tener como sociedad.

 

Ahora, hay otros asuntos que sí suelen hacer parte de este debate: libertades sexuales, por ejemplo; cantidad de tributos de los ciudadanos, por ejemplo; reglamentación sobre la participación de los particulares en la construcción de la infraestructura de los países. Cosas como esas lo que hacen es generar debates constantes sobre qué es lo que hay que hacer como sociedad. Entonces aparece la siguiente pregunta: ¿Cómo regulamos ese debate? Es decir, ¿quién toma las decisiones sobre esos asuntos? Sobre los temas que sí podemos decidir –esas cosas que son decidibles porque no son mínimas cuando se respeta la dignidad humana– ¿cómo hacemos para decidir si hacerlas o no?

 

Entonces hay muchas formas de responderla: si decimos que lo mejor es que una sola persona decida qué sí y qué no, estamos frente a un totalitarismo personalista; si decimos que es mejor que un grupo de personas ilustradísimas lo decidan y formen instituciones que ellas crean como mejores, entonces estamos frente a una aristocracia republicana. Así, sucesivamente, hasta que aparece la más común de todas las formas de regular ese debate: la democracia. En las democracias –específicamente en las constitucionales– decimos dos cosas sobre ese debate: primera, nadie puede tomar decisiones que afecten a las minorías; es decir, el principal proyecto de protección son las minorías (esto tiene origen en que nos dimos cuenta de que en el resto de sistemas políticos las minorías siempre sufrían injustificadamente). Segunda, nadie puede tomar decisiones que no estén aprobadas por las mayorías. Bajo esos dos supuestos, cualquier proyecto social que se diga democrático debe funcionar (a partir de ahí, entonces, surgen más ramificaciones: se puede ser una democracia representativa o una participativa, por ejemplo. Depende de muchas cosas qué tipo de democracia específica haya en un país, pero nunca puede salirse de esas dos categorías fundamentales).

 

La democracia es, entonces, el panorama bajo el que cualquier debate sobre lo que decidamos hacer como sociedad debe estar. Lo que no sea democrático dañará profundamente la sociedad: o la destruirá como colectivo (o sea que la deshilachará desde dentro) o la destruirá como vida biológica (¿no fueron eso las dos grandes guerras mundiales del siglo XX?). El meollo del asunto es que todo lo que pretenda decidir sobre algún proyecto social, pero que no respete el sistema democrático, es profundamente dictatorial y destructor de la vida social.

 

Bajo ese supuesto, pueden pasar dos cosas: o decidimos desarrollar ciertas políticas públicas o decidimos no desarrollarlas. Así nos la pasamos todo el tiempo: diciendo si queremos hacer cosas o no. Diciendo si queremos que nuestros países vayan por un lado o por el otro. Esa decisión –ese acto de decidir como sociedad– lo que genera es cierta posición del ciudadano frente a quien lo representará para la toma de decisiones. Tal posición estará, entonces, marcada por qué tipo de ciudadano se es. Uno puede ser un ciudadano de tres formas: con privilegios, sin privilegios o con privilegios y conciencia de ellos (lo que los marxistas llaman “conciencia de clase”). Dependiendo de qué ciudadano se es, la reacción a las políticas públicas que decidan o no sobre un asunto será diferente.

 

En los países de América Latina, la mayoría de las élites son ciudadanos con privilegios (sin conciencia de clase). Lo que eso genera es que todas las decisiones que no mantengan esos privilegios van a ser entendidas como dañinas al estado actual de las cosas. Desde hace un tiempo, muchas de las políticas públicas que se proponen para contrarrestar grandes fracasos del capitalismo han sido llamadas “populistas”. Pareciera que a lo que se refieren quienes usan el término es a unas políticas públicas que no son reales o posibles. Lo que pretenden hacer quienes esgrimen este concepto es crear un falso dilema para los gobiernos de américa latina: entre democracia y populismo.

 

Es un falso dilema porque, primero, pareciera que todo lo que se llama populismo hoy se refiere a elementos que buscan beneficiar a las dos otras clases de ciudadanos –quienes usan tales argumentos son, precisamente, quienes más se verían afectados en sus privilegios–; segundo, porque no es cierto que la democracia se ponga en juego cuando se propone cierto tipo de políticas públicas –las que llaman populistas­– (en los primeros párrafos ya describí cuáles son las condiciones que debe cumplir cualquier democracia); y, tercero, es falso porque la democracia en sí misma se trata de asumir debates sobre lo que puede o no ser posible como sociedad. Es decir: si populismo es pretender ejecutar programas no posibles pues, precisamente, el debate sobre esos programas es lo verdaderamente democrático.

 

Las democracias tienen sentido porque a los ciudadanos (en cualquiera de sus tres formas) se le garantizan derechos: unas condiciones a las que se tiene acceso sin que haya ningún proceso de por medio. Un derecho no es otra cosa que algo que no se debe ir a buscar. Algo que ya está dado y que le da sentido a todo el sistema político. No es algo que se le regala al ciudadano. No es algo que se regala o que, cuando los grupos sociales lo exigen, están pidiendo como regalo. Eso que llaman populismo no es sino una coartada para deslegitimar proyectos de emancipación colectiva que son los que deben tener lugar en la democracia. Y ese regalar –ese acto al que las élites nombraron como regalar– es en realidad volver derechos los privilegios.

 

¿Un verdadero regalar? Lo que le han dado a todos los privilegiados. Justamente eso es lo que debe convertirse en derecho.

 

Rafael Correa dijo que populismo era todo eso a lo que las élites llamaban cuando no entendían qué pasaba. Tiene razón. Pareciera que la creencia de que hay un debate válido sobre lo que es el populismo solo beneficia a quienes detentan el poder tradicionalmente.

 

Así es que se han agrupado siempre las élites: diciéndole al mundo que era mejor que ellos siguieran teniendo el poder. Con razón es que satíricamente se nos ocurre hasta devorarnos a los bebés.

 

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Sobre lo que se puede y no se puede decidir: La esfera de lo indecidible y la división de poderes de Luigi Ferrajoli.

 

Sobre las condiciones de las democracias constitucionales: La democracia a través de los derechos de Luigi Ferrajoli.

 

Sobre el concepto de Populismo: Un falso dilema para los gobiernos de América Latina: entre democracia y populismo de Adolfo Chaparro.

Juan Sebastian Villegas

Estudiante de derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana.

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