“La elección del rector de la Universidad Nacional, el desacuerdo de FECODE con la ley estatutaria de la Educación que cursa en la legislatura, tejen un factor común en el gobierno del cambio, la política sindical que en nada contribuye a la educación de los niños y jóvenes. La degradación de un factor social en el que los docentes tienen un alto porcentaje de culpabilidad.”
La calidad de los servicios prestados por las instituciones educativas públicas y privadas, en los niveles inicial, preescolar, básico, medio y superior, está en el centro del debate educativo. Indicadores internacionales como las pruebas PISA muestran que algo está fallando en Colombia cuando se trata de la educación de las futuras generaciones. La permisividad, la naturalización del rompimiento de las normas, está mostrando ahora sus consecuencias en casos como el de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, las indelicadezas de Nicolás Fernando Petro Burgos o Laura Camila Sarabia Torres, los movimientos incómodos de Juan Fernando Petro, el uso indebido de recursos públicos, los audios de Armando Alberto Benedetti Villaneda, o la firma indebida de contratos, entre otros. Una quiebra en el comportamiento ético que, lejos de ser un buen ejemplo, es una señal preocupante para el futuro cercano.
La «transparencia» proclamada por la izquierda ha dado lugar a una acumulación de declaraciones no solicitadas, a un ambiente que huele a corrupción, plagado de maniobras para ocultar las fechorías de los «políticamente correctos». La malversación de fondos, el quebrantamiento de la ley en beneficio propio, el favorecimiento del nepotismo, o los favores privados, son una constante del quebrantamiento de la ética que normaliza y estandariza la podredumbre que corroe los cimientos del tejido social. Una macro-cultura del poder que, desde la esfera pública, ajusta las normas de comportamiento en los micro-círculos de acción, espacios donde los ególatras líderes sindicales toman a quien pueden para encajar en su partida de ajedrez y satisfacer la vanidad que borra los límites para conseguir lo que quieren. El deseo de minimizar el problema de la educación tiene un trasfondo para fortalecer la ideología de izquierda a través de sus sindicatos con fachada de educación.
La corrupción, el despilfarro, la burocracia y los pactos con non-santos, que permean al gobierno del cambio, no son buenos para los niños del Chocó ni de la Guajira, ni para los de estratos uno y dos, que están en instituciones que ni siquiera reciben el PAE o ni tienen transporte escolar. Para estar a la altura de los niños de Finlandia, Noruega o Japón, como sueña su presidente, se deben destinar recursos para dotar a los centros educativos de infraestructura, laboratorios y equipos de cómputo, estándares que les permitan competir en igualdad de condiciones. La reorganización que ahora se propone es un retroceso en el tiempo que en nada contribuye a una evaluación permanente, a una medición constante de un magisterio que teme ser evaluado con criterios de calidad que distan mucho de lo poco que se hace para vigilar las deficiencias de un sistema educativo que cada día empeora.
La educación, derecho fundamental y esencial para el progreso de la humanidad, no puede seguir siendo el negocio de los mercaderes del conocimiento. La reforma propuesta por el Pacto Histórico y sus aliados parece un mecanismo de distracción para desviar recursos, apuesta de la calidad sin responsabilizar a los docentes por su labor. El adoctrinamiento de niños y jóvenes por parte de los sindicatos de la enseñanza no es más que una ideología engañosa que politiza un sector que apoya con recursos, proselitismo y adoctrinamiento a la izquierda socialista. Profesores que actúan como políticos, enseñan escuelas de pensamiento fracasadas y poco les importa difundir valores. Un ecosistema de transformación que se torna aún más peligroso que las reformas pensional, de salud y todo el sistema económico impuesto por el gobierno de Gustavo Francisco Petro Urrego.
La reforma educativa debe comenzar por lo básico, y fundamentalmente por la formación y capacitación de los docentes para brindar una educación de calidad. Quienes hoy son las ovejas de los dirigentes de FECODE, así como el nuevo rector de la Universidad Nacional, no pueden seguir siendo los voceros de una Constituyente que sólo busca enardecer y polarizar al país. En Colombia se deben preservar las libertades, no imponer las restricciones, como quiere la izquierda. La actual crisis en la educación y en todos los sectores de la realidad nacional es el resultado de un proceso fallido, de un atrincheramiento ideológico que quiere distorsionarlo todo para servir a Gustavo Francisco Petro Urrego. Es difícil seguir premiando a un sector de la educación que tiene un estigma deontológico que atenta contra el comportamiento serio y profesional, una degradación psicológica que pisotea e irrespeta la esperanza de una generación que se prepara para asumir el reto que ahora le presenta la historia.
La oscura competencia, en la que la preparación y el conocimiento quedan relegados a un quinto plano, conduce a que el desarrollo del país se aleje cada vez más. La dignidad de la educación como institución ha sido abandonada. La gestión abierta y honesta, sin tapujos de ningún tipo, ha sucumbido ante el conflicto democrático y social que se apoya en la mediocridad, la ignorancia o la necedad de vanos engreimientos, ansias de autoritarismo inquisitorial propio de la ceguera del poder. Incertidumbre en la gruta de las apariencias, que reclama centrar la atención en nuevos desafíos, pasando la página de la hipocresía que tanto indigna al sujeto y torpedea la construcción de futuro. Acciones descuidadas que alimentan la concordia y son fiel reflejo del desmoronamiento del sector educativo como eje vertebrador de una transformación moral que no se limita a títulos, propiedades o poder adquisitivo. Legiones de iluminados que traicionan su saber, una transmisión cultural que se disipa con decisiones que atentan contra la estabilidad sacando a la luz verdades que atomizan la paz.
Nido de desintegración que cuestiona la validez del estado de derecho en la sociedad y pone de manifiesto la necesidad de una profunda revisión de la estructura de poder. Un cálculo político que se aprovecha secretamente de la horrenda tergiversación de lo correcto, una dispersión de la atención que apuesta a que nadie unirá los puntos e intentará equilibrar el caos. Una visión sesgada que fragmenta la verdad desde la ideología de cada uno de los actores sociales, una resiliencia que afecta el equilibrio y la confianza de un colectivo ávido de reconciliación que deje de lado la violencia en pensamiento, palabra, obra y acción. Principios que ahora se sustentan en la falacia de aliados, inmersos en posiciones privilegiadas, pero rodeados de un mar de desconfianza sobre lo que dicen y hacen. Es hora de abrir los ojos, de propiciar el cambio en un país que se desangra en la confusión creada por quienes hoy se proclaman santos, pero que en el fondo tienen más cargos y cuentas pendientes que los propios criminales en las cárceles colombianas.
Entre el mito y la realidad se encuentra la incertidumbre de la educación en Colombia. Gran parte de la responsabilidad de la falta de valores éticos y de normas de conducta personal, social y profesional radica en la concepción del sistema educativo colombiano, claro reflejo de la descomposición del entorno social; un ambiente plagado de ejemplos de corrupción, mezquindad de intereses particulares y cálculos políticos cargados de “lagartería”. Parece que una célula funcional del entramado nacional, que se ha fortalecido y desarrollado más en unos que en otros, está en proceso de lambisconería y búsqueda de lo que no se ha perdido; el afán de protagonismo, la egolatría y ocupar un lugar que pertenece a otro. El esfuerzo, la dedicación y los resultados pierden su efecto ante la sangre fría y la petulancia de individuos que, por su efímera importancia, anteponen sus propios intereses al bien colectivo.
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