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Waldir Albeiro Ochoa Guzmán
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Política zombi

21 julio, 2025 8:24 am
Waldir Albeiro Ochoa Guzmán
Art portrait of woman covered in clay over gray background

La democracia agoniza. Por lo menos esa forma de gobierno ideal a la que aspirábamos y que pretendía brindar equidad, bienestar y justicia a todas las sociedades.

La democracia agoniza. Por lo menos esa forma de gobierno ideal a la que aspirábamos y que pretendía brindar equidad, bienestar y justicia a todas las sociedades. Porque, además, hay que dejar claro que la democracia no es solo votar. También implica derechos civiles, libertad de expresión, prensa libre, independencia judicial, gobiernos respetuosos de las leyes y respeto también por las minorías. Y es evidente que cuando estos pilares se debilitan, aunque haya elecciones, la democracia pierde su sentido. En muchos países, esos valores están hoy amenazados o anulados por autoritarismos, discursos y acciones de odio, polarización y populismo extremo (de izquierda y derecha). Una política nutrida por ejércitos de zombis que deambulan en cada país de acuerdo con el virus del que hayan sido infectados.

¿A qué me refiero cuando hablo de política zombi? Déjenme ampliar este concepto con un caso: la confirmación por parte de la Corte Suprema de Argentina de la condena contra Cristina Fernández de Kirchner dejó al descubierto la magnitud del daño que la corrupción política ha causado a ese país. La expresidenta fue hallada culpable de haber direccionado 51 contratos de obra pública en la provincia de Santa Cruz, adjudicados entre 2003 y 2015 a empresas de su amigo personal Lázaro Báez, por un valor total de 46.000 millones de pesos argentinos. Cristina también es investigada hoy por otros delitos que incluyen lavado de dinero, enriquecimiento ilícito y cobro sistemático de sobornos en el ya célebre caso de los “cuadernos”, que implica a más de 30 empresarios y exfuncionarios, y que se basa en la confesión de múltiples arrepentidos que documentaron pagos de sobornos regulares a cambio de contratos de obra pública y subsidios en Argentina.

Aunque comparar los 46.000 millones de pesos argentinos adjudicados irregularmente con rubros macroeconómicos actuales es difícil porque el peso argentino ha sufrido una devaluación acelerada y constante, sí se puede hacer un ejercicio usando valores históricos y actuales para que entiendan el tamaño de la corrupción kirchnerista.

Lo primero, esos contratos se adjudicaron entre 2003 y 2015. Si tomamos un valor promedio del dólar oficial durante ese período (aproximadamente 6 a 10 pesos por dólar), hablamos de una cifra entre los USD 4.600 millones y USD 6.000 millones nominales de la época. A junio de 2025, las reservas netas líquidas del Banco Central Argentino son USD 7.900 millones. Conclusión: Lo robado representa el 58 % de las reservas netas disponibles actualmente. Incluso, con ese dinero se habría podido construir cientos de escuelas, hospitales, vías verdaderas —no ficticias— o reforzar las jubilaciones mínimas de millones de adultos mayores. En contraste, hoy el país sufre una crisis social y económica descomunal. Mientras la Argentina se empobreció, quienes gobernaron en nombre del “pueblo” amasaron fortunas personales desviando recursos públicos esenciales y robando a generaciones enteras la oportunidad de un futuro digno.

Pero lo que debería generar rechazo e indignación mayoritaria en ese país no sucede. Y oh sorpresa: luego de la condena a Cristina, miles de personas salieron a defenderla en multitudinarias manifestaciones. Incluso ella se asoma, cada que quiere, al balcón de su casa (donde tiene prisión domiciliaria) y salen otros miles a vitorearla. Y millones la apoyan. Es algo inexplicable, pero solo puedo encontrar algún tipo de respuesta en lo que, reitero, es el ejercicio de la política zombi: seres enajenados, tribales para quienes los gobernantes dejaron de ser buenos o malos, eficientes o inútiles. Hoy son, en tanto que, representan “mi ideología política”. Evaluarlos ya no interesa, en especial si son “de los míos”, los defiendo a muerte como un barra brava de equipo de fútbol, porque lo único que importa, es que el otro (el enemigo) no tenga el poder. La adherencia política es lo que mueve hoy la evaluación sobre el gobernante, no los hechos ni los datos concretos. Y por eso hay en Argentina una mitad del país, que a pesar de los comprobados y juzgados actos de corrupción de Cristina Fernández que la tienen presa, la defienden solo por ser peronistas; o en Estados Unidos un 45 % apoya a Trump, solo por ser “leales” a la causa (en este caso, la lucha contra el wokismo); o en Brasil, Jair Bolsonaro, hoy pendiente de una condena por instigar un golpe de Estado, tiene una base sólida del 30 % de su lado, solo por ser de ultraderecha. No importa lo que estos personajes hagan mal, ni sus mentiras, ni sus excesos, no se les mide por los resultados sino por “su “lucha”, contra el otro que debe ser destruido. Y así estamos, con la democracia degradada porque lo fáctico ya no importa, solo lo visceral.

Así como el de Argentina, otro buen ejemplo es todo lo que sucede hoy con los petristas en Colombia: excusan, toleran, justifican la corrupción, el clientelismo, el autoritarismo, el abuso de poder, el racismo, la misoginia, las mentiras, la improvisación y la ineptitud demostradas por Petro durante estos tres años, asuntos que antes les parecían abominables en otros gobiernos y políticos. Y lo peor: defienden todo eso.

Esta degradación a la que me refiero tiene una de sus explicaciones en el auge de las redes sociales, que ha cambiado la manera en que se informa y se participa políticamente. Pero también ha facilitado la manipulación, la polarización de las emociones y la difusión masiva de noticias falsas. Esto, sin duda, debilita el debate público informado y convierte el espacio democrático en un campo de batalla de narrativas, casi siempre alejadas de la verdad y del bien común. Pero también hay que decirlo con la misma franqueza: la democracia ha sido incapaz de responder de forma eficaz a las crecientes desigualdades económicas. Muchas personas sienten que sus votos no influyen en las decisiones reales y que los gobiernos sirven a las élites económicas más que a la ciudadanía. Esta desconexión ha generado desconfianza, abstención electoral y apoyo a propuestas extremistas de izquierda y derecha.

Por supuesto, habría que insistir en el escenario ideal que propone el filósofo español Daniel Innerarity cuando afirma que “La democracia no es solo un procedimiento para tomar decisiones, sino una cultura de respeto, de diálogo y de aprendizaje mutuo”. Y que “sin una ciudadanía habituada a convivir con la diferencia, cualquier régimen democrático es frágil”. Insiste él en el diálogo y el respeto por la diferencia.  Pero déjenme ser pesimista ante el avance de la política zombi: los que creemos en los valores democráticos, enunciados al inicio de esta reflexión, quedamos en este mundo un poco como Joel, el personaje de la serie de TV “The Last of Us”, que debe proteger y custodiar a Ellie (que en esta analogía puede ser la democracia) para llevarla al hospital de las Luciérnagas (la utopía del Estado ideal de concordia y bienestar). Deberemos enfrentarnos y luchar desde la propia democracia contra los excesos y desafueros de izquierda y derecha extremas y alejar a Ellie de ellos, pero, sobre todo, combatir las colonias de zombis que hoy los nutren. Partiendo de una triste realidad y es que el diálogo con ellos es casi imposible: ya están infectados y tienen un virus que los hace irracionales, muertos vivientes que solo quieren morder, contagiar y eliminar. La misión no será fácil, mucho menos, cuando ya sabemos cómo termina Joel. Pero hay que hacer el esfuerzo de pensar en soluciones, métodos y estrategias para encontrar el antídoto que salve la democracia de la política zombi. Lo cierto es que, si fracasamos, inevitablemente la democracia también será zombi.

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