Nocturno V – De un homenaje y siete nocturnos
A mi hermano Leopoldo
Tu es l’ample auxiliaire et la forme féconde
Emile Verhaeren
Desde el último piso de un hotel que se levanta al pie del desembarcadero
veo el río tras los ventanales de la suite en donde hablamos de negocios
como si se tratara de algo muy serio y de ello dependiera la vida de los hombres y su parco destino ya prescrito.
Durante varios días lo observo dominar la solemne energía de sus aguas hasta seguir la curva que lo lleva a la ciudad.
El río de nuevo.
El mismo que conocí hace poco más de treinta años y cuya parda corriente,
—donde los remolinos trazan la huella de un poder sin edad, de una providente rutina soñadora— no ha dejado de visitarme desde entonces cada noche.
Ahora, en la tarde a punto de extinguirse, contemplo el incesante tráfico de luces
que iluminan apenas el paso de los grandes navíos y la chata quilla de las barcazas cargadas con arena o carbón.
La lodosa superficie refleja estas señales de una actividad sin descanso:
titubeantes haces de incierta claridad, como una fiesta a punto de terminar y que, más abajo,
recomienza en un fugaz intento que se apaga.
Entrada la noche, sigo contemplando la inagotable maravilla y el curso de las ondas apenas insinuando en la tiniebla,
qué condición de bálsamo, qué intenso consuelo proporciona.
Como una fuente propicia o una materna substancia hecha de nocturnas materias sin memoria,
de inmensurables cantidades de agua pasajera que nos limpia y nos rescata de la necedad
que arrastran las tareas de toda miseria cotidiana.
Es entonces cuando el río me confirma en mi irredenta condición de viajero,
dispuesto siempre a abandonarlo todo para sumarse el caprichoso y sabio dominio de las aguas en ruta,
sobre cuya espalda será más fácil y menos pesaroso cruzar el ancho delta del irremediable y benéfico olvido.
Largas horas me quedo contemplando el ir y venir de embarcaciones de toda clase:
majestuosos buques cisternas pintados de naranja y azul celeste,
graves caravanas de planchones cargados con todo lo que el hombre consigue fabricar,
y que el pequeño remolcador empuja mansamente a su destino, mientras bregan sus hélices
en un desaforado borboteo cuya estela se pierde en la oscuridad;
navíos que llegan de las islas con la pintura desteñida y huellas de hollín y desventura en los puentes de mando,
barcos de rueda que intentan copiar, sin conseguirlo, los altivos originales de antaño,
y ese viejo vapor de quilla recta y esbelta chimenea a punto de caer por obra del óxido feroz que la combate.
Escorado, enseña sus lástimas y se va deshaciendo con la pausada resignación de quien vivió
días de soberbio prestigio entre los hombres que lo dejan morir sin evitarle la impúdica evidencia de su ruina.
Nunca cesa el ajetreo de este caudal sin reposo. Sus aguas han recorrido medio continente:
praderas y trigales, vastas zonas fabriles, ciudades populosas,
tranquilos villorrios bautizados con nombres que intentan evocar la antigüedad clásica o las muertas ciudades faraónicas.
Cambia la faz del río a cada instante, muda de color y de textura, la recorren sorpresivas ondulaciones,
rizados que se disuelven al momento, remolinos en los que giran despojos vegetales,
ramas florecidas quién sabe en qué orilla distante, islas de hierba que aún mece la brisa,
donde habitan aves hieráticas que lanzan un grito de pavor o desafío al paso de los enormes cargueros
y saltan hasta el borde de las barcazas cargadas de tierra o de grava color sangre
y allí siguen el viaje en secreta complicidad con las fuerzas
que mueven el invariable sino de estas aguas.
Me pregunto por qué el río, observado desde la ventana de un hotel cuyo nombre he de olvidar en breve,
me concede esta resignación, esta obediente melancolía en la que todo lo sucedido o por suceder es acogido con gozo
y me deja dueño de un cierto orden, de una cierta serena sumisión tan parecidos a la felicidad.
Bien sé que visiones del Escalda, del Magdalena, del Amazonas, del Sena, del Nilo, del Ródano y del Miño
presiden memorables instantes de mi pasado;
que toda mi vida la sostienen, alimentan y entretejen las torrentosas aguas del río Coello,
sus efímeras espumas, su clamor, su aliento a tierra removida, a pulpa de café golpeada contra las piedras. Los ríos han sido y serán hasta mi último día, patronos tutelares, clave insondable de mis palabras y mis sueños.
Pero este que, ahora, de nuevo y casi por sorpresa, se me aparece con todos los poderes de su ilimitado señorío,
es, sin duda, la presencia esencial que revela las más ocultas estancias donde acecha la sombra de mi auténtico nombre,
el signo cierto que me ata a los decretos de una providencia inescrutable.
Le dicen Old Man River.
Solo así podía llamarse.
Todo así está en orden.