Recuerdo ahora a mis maestros -esos si eran de verdad maestros- que con fervor nos infundieron respeto y amor por los símbolos patrios: la bandera, el escudo y el himno, en lecciones iluminadas de patriotismo. Del respeto y el amor por las insignias hemos menguado a extremos vergonzosos con el correr de los años.
Bajo la condescendencia del doctor Velasco, presidente del Senado, allí donde solo cabe estar el pabellón nacional, las FARC hicieron del desacreditado hemiciclo tablado propicio para enarbolar la bandera y sonar las notas del himno del grupo terrorista.
¿Eso es lo que espera a esta Colombia esclava de los entreguistas, cuando concluya la rendición del Estado a la voracidad de los malvados, que los símbolos patrios cedan los sitiales de honor a las insignias de los forajidos?
El civismo lejos de acrecer en el alma colectiva ha perdido valor como si se tratase de moneda de mala ley. De la bandera nacional solo van quedando jirones a la manera de violada túnica inconsútil.
Un segundo hecho corrió por cuenta del muy olímpico Comité Olímpico, presidido por el tantas veces galardonado -con diplomados laureados en asuntos deportivos- don Baltazar Medina, que dio en la vena de sacar a pública almoneda la bandera nacional, presuntamente a cambio de unos denarios porque eso gratis no debió ser.
La Nación bordea los veinticinco millones de habitantes y dicho Comité le concedió a CLARO la facultad de consagrar el abanderado a las justas de Río de Janeiro, con una desmirriada respuesta de ciento cinco mil abonados a la telefonía celular de esa empresa.
¿Qué son, damas y caballeros, ciento cinco mil usuarios de la privada CLARO frente al grueso de cuarenta y cinco millones de habitantes? Y lo peor, el presidente de la República convalidó la espúrea votación entregando la bandera en solemne acto en la Casa de Nariño, habiendo faltado únicamente entre los presentes el gran tiburón don Carlos Slim.