Viví en Santa Marta a comienzo de la década del setenta, coincidente con la época en que empezó a florecer el cultivo y mercado de la marihuana en aquella plaza y La Guajira bajo el influjo de personajes de variado estrato social, uno de ellos el renombrado “monche Barros”. La calidad de la yerba de la denominación de origen Sierra Nevada fue proverbial en el mercado exterior, particularmente en USA su principal destino.
Muchas fortunas, bastantes muertes, innumerables presos a través de todo el tiempo corrido de entonces a acá. El precio que hemos pagado ha sido alto porque así funcionan los mercados clandestinos, resultado del prohibicionismo.
Al defender la decisión legislativa que permite el uso, bajo ciertas condiciones, de la marihuana en Uruguay, sostiene el presidente José Mujica que es un error ocultar los fenómenos del mercado, punto este en el que tiene razón y tal vez por ello y por razones de salud pública y política criminal en USA se avanza hacia regulaciones permisivas.
Al efecto, para consumos medicinales o recreativos, veinte Estados de la Unión Americana han expedido leyes de tal naturaleza, como se apresta el gobernador Andrew Cuomo de New York a expedir un decreto en la misma dirección y se asegura que en el mismo sentido irán pronto otros como California, Arizona y Nevada. El proceso pareciera no tener reversa.
Cabe preguntar si países productores, como Colombia y México, mantendrán la normatividad punitiva extrema, sometiéndose a que de exportadores se vuelvan importadores del producto terminado, vía los Tratados de Libre Comercio o del contrabando, privándose, quizás, de oportunidades farmacéuticas, comerciales y de alivio en lo que se podría asociar a la fatiga judicial y carcelaria.
No hay cosa que deslegitime más a los Estados y a las autoridades que le vigencia de leyes por muchos inobservadas y que dan origen a ciertos oficios emergentes, como el de los prósperos jíbaros, que abastecen públicamente la demanda de personas adictas a la cannabis, en buen porcentaje inofensivas, como se observa en sitios públicos de las ciudades y véase si no en el Parque del Periodista de Medellín. Obvio, toda ciudad de algún tamaño considerable tiene su propio “sopladero”.
Por cierto que no soy defensor, ni siquiera a ultranza, de las sustancias psicoactivas, como que tampoco he sido su consumidor gracias a Dios, pero no oculto mi convicción de que el tema merece la apertura de un debate serio en búsqueda de soluciones inteligentes. Ningún fundamentalismo conduce a puerto seguro, en los problemas hay que explorar oportunidades.
Tiro al aire: de seguro que Gustavo Petro no tuvo a su servicio a los mejores abogados. Pero también es cierto que ni el propio Mandrake podría haberlo defendido con éxito.
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