Colombia agoniza bajo el peso de una administración que confundió la retórica revolucionaria con la capacidad de gobernar. El gobierno de Gustavo Petro, envuelto en las brumas de su propio mesianismo, ha sumergido al país en un laberinto de improvisaciones y contradicciones que desafían toda lógica institucional.
Desde las alturas del poder, se observa con desaliento cómo el empirismo bruto y determinismo idiota, han reemplazado la prudencia política y la experiencia administrativa. Cada decisión parece nacer de un impulso visceral antes que, de un análisis riguroso, como si el destino de cincuenta millones de colombianos pudiera resolverse con la misma ligereza con que se escribe un tuit X) incendiario.
Las instituciones, otrora pilares de la democracia, se tambalean ante la embestida de un equipo de trabajo que parece más interesado en ajustar cuentas históricas que en construir un futuro viable. Los ministerios se han convertido en tribunas de venganza ideológica, donde la amargura nihilista y rebelión resentida, han infectado cada decisión gubernamental.
Esta amargura se manifiesta en el desprecio sistemático hacia todo lo construido, en la destrucción por el mero placer de destruir, en la negación de cualquier logro nacional que no quepa en su estrecha narrativa del oprimido eterno. La rebelión resentida se expresa en cada decreto que busca no mejorar sino castigar, en cada política que nace no del amor por Colombia sino del odio hacia quienes la dirigieron antes. Es el gobierno de la negación perpetua, donde cada “no” resuena más fuerte que cualquier propuesta constructiva.
¡Qué lejos están de comprender el verdadero pensamiento de Bolívar! A quien descarada y equivocadamente trata de emular. El Libertador forjó naciones con visión de grandeza, no con el martillo demoledor del resentimiento. Bolívar construía patrias, no las convertía en cenizas de sus propias frustraciones. Su revolución fue creadora, generosa, continental; esta es mezquina, destructiva, tribal.
La economía se desploma mientras los funcionarios teoriza sobre utopías imposibles. La seguridad se deteriora mientras se demoniza a quienes durante décadas mantuvieron a raya el caos. La diplomacia se fractura mientras se abrazan dictaduras que son el espejo de todo aquello que Colombia ha luchado por superar.
Este gobierno llegó prometiendo el cambio, pero ha entregado el caos. Prometió justicia social y ha sembrado división. Prometió reconciliación y ha profundizado las heridas. En su obsesión por destruir el pasado, ha hipotecado el futuro, convirtiendo cada día de su mandato en una página más del libro negro de la historia nacional.
El país observa, entre incrédulo y desesperanzado, cómo sus dirigentes navegan sin brújula en las aguas turbulentas de sus propias contradicciones, mientras Colombia se hunde lentamente en el abismo de la ingobernabilidad. Esta noche oscura que se cierne sobre la patria bolivariana exige que el pueblo despierte de su letargo, que sacuda el yugo de la mediocridad que lo oprime, que rechace el gobierno de los rencores y reclame su derecho a un destino digno.
Colombia no merece ser el laboratorio de experimentos fallidos ni el escenario de venganzas históricas. La nación que parió libertadores de la democracia no puede seguir postrada ante la pequeñez de espíritu de quienes confundieron el poder con la oportunidad de saldar cuentas personales con la historia.
La revolución que prometieron no llegó; en su lugar, nos dejaron las ruinas de lo que alguna vez fue una nación con destino.
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