“La voz de Colombia en la ONU terminó siendo un eco de confusión, improvisación y vergüenza diplomática.”
La reciente intervención del presidente Gustavo Petro en la Asamblea General de las Naciones Unidas no será recordada por su lucidez ni por la fuerza de sus argumentos, sino por el cúmulo de errores que marcaron un discurso desastroso para la imagen de Colombia. Más que una voz respetada en el escenario internacional, lo que se proyectó fue la de un mandatario improvisado, confuso y carente de la sobriedad que exige un espacio de esa magnitud.
Lo primero que llamó la atención fue su manera de expresarse. En un escenario donde cada palabra es medida y cada frase queda registrada para la historia, Petro se permitió errores de pronunciación que desdibujaron cualquier pretensión de autoridad: habló de “envenamiento” en lugar de envenenamiento, de “dimocracia” en vez de democracia, y llegó al extremo de referirse a la “caucaina” en vez de cocaína. Estos lapsus, repetidos en pocos minutos, no solo evidencian improvisación, sino también falta de preparación elemental para un discurso que debía proyectar seriedad y altura.
Como si fuera poco, en pleno discurso utilizó un lápiz como apoyo, un gesto extraño que rompió con el decoro de la tribuna. En vez de transmitir seguridad, dejó la imagen de un orador nervioso, disperso y fuera de tono para un foro internacional. Ese detalle, que podría parecer menor, se convirtió en símbolo de la falta de control y de la improvisación que dominó su intervención.
Aún más polémica fue su afirmación de que quienes transportan droga en lanchas no son narcotraficantes, sino “jóvenes inocentes en busca de oportunidades”. Con esta idea, el ex guerrillero y presidente no solo relativizó un delito transnacional que ha golpeado a Colombia por décadas, sino que envió un mensaje ambiguo y contradictorio en un escenario donde la comunidad internacional espera firmeza frente al crimen organizado. Lejos de generar empatía, sus palabras reforzaron la idea de un gobernante desconectado de la realidad y dispuesto a justificar lo injustificable.
Pero lo más grave fue la confusión conceptual. Petro insistió en mezclar Estado y Nación como si se tratara de lo mismo, cuando en términos políticos y jurídicos son nociones claramente distintas. Esta confusión, repetida en varias de sus intervenciones públicas, lo deja en evidencia no solo como un orador impreciso, sino como un jefe de Estado que proyecta debilidad intelectual frente a líderes que dominan con rigor los fundamentos básicos de la política y el derecho internacional.
A ello se suma la decisión simbólicamente desafortunada de portar la insignia de la “Guerra a Muerte”, evocando confrontación y exterminio en un espacio que busca el diálogo. Ese gesto, lejos de la audacia que algunos le atribuyen, terminó reforzando la idea de un presidente anclado en la retórica del enfrentamiento, incapaz de comprender que la diplomacia requiere mesura, respeto y, sobre todo, credibilidad.
La consecuencia inmediata fue la misma de otras presentaciones internacionales de Petro: desconcierto, burlas y una sensación de vergüenza para muchos colombianos. En vez de fortalecer la posición del país en el mundo, su intervención reafirmó la percepción de un liderazgo errático, atrapado entre frases mal dichas, conceptos mal entendidos y gestos incoherentes.
En conclusión, a Petro no solo le fue mal en la ONU: dejó una huella negativa que perdurará como ejemplo de cómo un presidente puede desperdiciar la oportunidad de dignificar a su nación frente al mundo. La improvisación, la vulgaridad y la confusión conceptual no son simples errores, sino síntomas de un estilo de gobierno que parece más inclinado al espectáculo que a la seriedad.
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