(Ensayo de opinión)
“Mi propuesta es escoger bien los discursos que deseamos transmitir a los otros, pensar en el conflicto como una oportunidad de transformación bien encaminada y no en un paso anterior a la confrontación violenta. Desarmemos las palabras, seamos implacables con los argumentos y suaves con las personas creo que ahí está la paz”
Reflexionando sobre lo que implicó el conflicto armado colombiano en mi vida me di cuenta que a nivel material fue casi insignificante. En la historia de mi familia, por fortuna, nunca hubo un evento de violencia importante relacionado con esto, incluso mis abuelos que vivieron su adultez temprana en la época de la guerra bipartidista se vieron bien librados de todos estos procesos de extrema violencia del siglo XX.
A nivel simbólico y vivencial personalmente he tenido un acercamiento al conflicto armado colombiano desde la memoria histórica y los relatos de expertos, periodistas, victimarios y víctimas que me han contado sus historias de dolor y esperanza en libros y espacios de encuentro. A partir de esto, he asumido una actitud crítica frente a lo que se me presenta como verdad; ya hay multiplicidad de verdades y también reconozco que en muchos casos no es el valor prioritario para todos. Sin embargo, he aprendido a confiar en la verdad de mi interlocutor que me cuenta su dolor y también confiar en mi verdad que nace de mi escucha. En este caso mi interés está guiado por estos discursos que describen y recrean el conflicto colombiano.
En mi búsqueda de entender la importancia de estos relatos, del discurso bélico en Colombia, tuve la oportunidad de leer un texto que explora la posibilidad de definir la idea de Nación a partir de estos relatos. En el texto de María Teresa Uribe de Hincapié se entiende el concepto de Nación bajo los siguientes términos: “Las naciones (…) son ante todo comunidades imaginadas” (de Hincapié, 2004, pág. 12) Esta pequeña pista me llevó a pensar que gran parte de lo que celebramos como nación viene dado por los procesos de memoria e identidad que parten de la conciencia de la propia historia; y no precisamente de la historia hegemónica presentada en los libros escolares sino las historias de las personas que la viven, la relatan, la sufren y la construyen.
María Teresa Uribe de Hincapié. Ilustración: Juan Andrés Álvarez / Andrea Henao.
Esto trae varias implicaciones en mi reflexión. Si una nación es una comunidad imaginada podemos decir que es una creación constante por parte de las personas que la componen. Es así que, como creación esta sujeta a las voluntades contingentes de sus habitantes que comparten de forma general un territorio, una cultura, una lengua, una religión, pero pocas veces una forma unificada de ver el mundo político y sus fines; de ahí surge el primer enfrentamiento discursivo que puede pasar al enfrentamiento directo y violento.
Las formas que puede tomar el desarrollo de este conflicto determina muchos de los aspectos de la convivencia y camino a seguir como colombianos ya que lo esencial no es extinguir el conflicto sino más bien encontrar mejores formas de vivirlo y no padecerlo. Como dice Estanislao Zuleta en su ensayo Sobre la Guerra.
Una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz.
Me quiero centrar en la importancia de las narrativas bélicas que de algún modo u otro conforman y constituyen parte importante lo que se entiende como Colombia. Hay autores como Paul Ricoeur que afirman que el vínculo existente entre las sociedades y el imaginario de nación solo se resuelve narrativamente. Así, por medio de relatos como cuentos, memorias, historias, poemas, discursos, canciones etc., se consolidan sentidos comunes que son determinantes en el comportamiento de las personas que están enmarcadas en estos imaginarios colectivos.
Es por esto que las guerras en la mayoría de los casos representan una ruptura en el orden de los individuos en muchos de los niveles en los cuales se desarrolla su vida: el físico, el mental, el emocional y por supuesto el imaginario. Estos sucesos dan como resultados relatos y narraciones que en ocasiones se tornan apocalípticas y desesperanzadoras. La guerra, y el discurso bélico que la soporta, es una forma de violencia particularmente peligrosa pues se realiza bajo el ala de la supuesta justicia moral.
Las experiencias narrativas que compartimos los colombianos paradójicamente pocas veces son expresadas desde el lenguaje, el diálogo o la discusión argumentada. La expresión mayoritaria suele darse en forma de actos de intolerancia racial, de clase e ideológica bajo diferentes formas de violencia simbólica, cultura o directa. Por otro lado, cuando se hace uso del lenguaje para crear estas narrativas hoy día es el lenguaje corto y apresurado que nos ofrecen redes sociales como Twitter. Mientras tanto, la calle, el comedor, el aula de clase, o cualquier otro escenario para el diálogo, han sido desplazados como los principales escenarios de conversación y debate. El ágora como escenario por antonomasia para la vida en sociedad desaparece y las cosas que se callan toman fuerza en la vida individual y social. Como dice Pascal Mercier filósofo del lenguaje.
De entre todas las experiencias mudas, las que quedan ocultas son las que inadvertidamente dan a nuestra vida su forma, su coloración y melodía. Cuando, como arqueólogos del alma, nos volvemos a estos tesoros, descubrimos hasta qué punto resultan engañosos.
Colombia el país de la perpetua disputa: Algunos apuntes históricos
Colombia ha pasado por múltiples guerras civiles de diferentes tipos; guerrilleros, narcos, paramilitares, comandante militares y políticos han desangrado los sueños y anhelos de los campesinos, estudiantes, trabajadores y mujeres que caminan sus calles y veredas. Después de la destrucción llegan los relatos atroces que describen la barbarie desde la historia personal de la víctima o el relato general de las instituciones. Los relatos bélicos entran a jugar un papel tan importante en el imaginario colectivo ya que la relación entre el pasado y presente está en constante interacción; por tanto, cuando las personas conocen más que todo narraciones catastróficas de su pasado personal, o colectivo, tienden a tener una visión totalmente desesperanzadora de su presente y futuro.
Esta visión oscura del devenir de la nación ha hecho que los receptores de los discursos bélicos tomen posiciones de esperanza y desesperanza, que manifiestan y propagan a las personas cercanas. La transmisión de discursos ya es una acción en sí misma que desencadena otras que se materializan en actos de violencia, rencor, odio y venganza; o por el contrario, en actos de reconciliación, perdón, amor y fraternidad. Pero hay que comprender que el discurso bélico está sujeto a divergentes ideologías políticas que pretenden establecer un orden, por consiguiente, la confrontación surge como resultado del desacuerdo entre los diferentes discursos.
Estos relatos bélicos toman diferentes caudales de expresión como la música, las películas, las obras de teatro, los libros y poemas que los reproducen bajo formas principalmente verbales, son las historias que las personas cuentan las que van generando y creando poco a poco un imaginario general de la condición de la nación colombiana. “El imaginario de la guerra perpetua sigue presente en las mentalidades de la gente del país” (Hincapié, 2004, pág. 14) Colombia ha pasado gran parte de su historia en guerra, esto es algo que ha calado profundamente en todos los que compartimos este territorio. Por ello, a lo largo de la historia de Colombia las opiniones se han polarizado entre dos grandes bandos.
El siglo XX fue especialmente violento para Colombia, una violencia de carácter político resultado de la insatisfacción por falta de participación política, la inequidad por falta de acceso a la tierra, la desigualdad que se traducía en pobreza, la injusticia en asesinatos selectivos a líderes políticos y la indiferencia de un Estado que cada vez más indolente con su pueblo. En siglo pasado Colombia vivió un periodo conocido como la época de la Violencia, donde había una intensa violencia bipartidista entre los miembros de los partidos liberal y conservador.
Esta época tuvo sus inicios hacia mediados de los años cuarenta y se recrudece en 1948 con la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, todo esto dio como resultado la creación de grupos armados como los pájaros, los chulavitas que estaban con el gobierno conservador del presidente Mariano Ospina Pérez y también se desarrollaron guerrillas apoyadas por el partido liberal cuyo reductos continuaron en funcionamiento hasta degenerar en la antigua guerrilla de las FARC y el ELN.(Antecedentes del conflicto armado en Colombia. Las repúblicas independientes, 2016)
Todos estos procesos de violencia han estado enmarcados en discursos políticos que justifican los ideales sociales que cada colectividad quiere implementar, esto a su vez genera una polarización en la comunidad civil que sin tener muy claro las ideas por las cuales pelean, toman partido ya sea por un referente religioso, moral, espiritual o por el discurso de algún líder político les proporciona y logra calar espiritual y emocionalmente en ellos. Los discursos bélicos y políticos siempre han tratado de algún modo u otro definir quién es el enemigo por medio de la retórica; cuya intención principal es buscar convencer a las personas sobre la justicia, necesidad, oportunidad o pertinencia de la guerra contra este enemigo anteriormente definido como el otro. Discurso que también se apoya en el discurso poético que más que apelar a argumentos va dirigido a “las razones del corazón” de este modo se crea un gran macro discurso que se encarga de definir quién y por qué es el enemigo.
Históricamente el enemigo se ha definido bajo alguna de estas tres premisas; primera, el enemigo es un tirano; segunda, hay una conspiración en marcha; tercero, el enemigo quiere cambiar de manera extrema la sociedad. “En suma, las proclamas y los pronunciamientos son (…) actos bélicos y políticos que llaman a derramar sangre (…) aunque también inducen reflexiones políticas sobre el valor de la libertad, la justicia, la tradición o el orden republicano” (Hincapié, 2004, pág. 29)
Todo lo anterior me lleva concluir que, aunque la identidad como nación este en devenir constante, todos estos relatos de los cuales se alimenta la memoria son necesarios para tener nociones más o menos claras de lo que somos como nación. La tradición, los valores y la cultura guardan todos estos registros que nos movilizan bajo ideas diferentes de mundo en la actualidad. Mi propuesta es escoger bien los discursos que deseamos transmitir a los otros, pensar en el conflicto como una oportunidad de transformación bien encaminada y no en un paso anterior a la confrontación violenta. Desarmemos las palabras, seamos implacables con los argumentos y suaves con las personas creo que ahí esta la paz.
Bibliografía
de Hincapié, M. T. U. (2004). Las palabras de la guerra. Estudios Políticos, (25), 11–34.
Ricoeur, P. (2016). Imagination in Discourse and in Action. In Rethinking imagination (pp. 118–135). Routledge.
Ugarriza, J. E., & Ayala, N. P. (2017). Militares y guerrillas: la memoria histórica del conflicto armado en Colombia desde los archivos militares, 1958–2016. Editorial Universidad del Rosario.
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