Empiezo este texto con una hipótesis, Estamos pasando por un momento histórico y simbólico que nos da la oportunidad de abonar el camino para construir la paz, asunto que no es exclusivo de las negociaciones en La Habana, pero que gracias a este proceso existe una fuerza colectiva que pone en la esfera pública el proceso. Es histórico porque en lo que llevo de vida pocas o ninguna vez un Gobierno había creado un escenario de negociación de las calidades actuales, en el que se suscita el interés internacional y una atractiva polémica de corredor que nos lleva a lo simbólico: hablar de paz. Y esta conversación masiva polariza al país y lo lleva a un estado interesante de creatividad de quienes apoyan el “el proceso de paz” y quienes definitivamente se harán batir porque esto no prospere.
Cuando me centro en lo simbólico abro una puerta, que es interesante de explorar y ahí va mi segunda hipótesis, la paz efectivamente no se construye en La Habana, pero La Habana se constituye en un escenario que propicia la pedagogía de lo que significa y conlleva la palabra paz. En este sentido, si como sociedad somos capaces de superar las diferencias que nos impone necesariamente el proceso de paz y dejar de lado los apasionamientos políticos, seremos una generación capaz de transformar dos esferas: la conciencia individual y la institucionalidad, ambas estructuras claramente afectadas por la violencia y la corrupción que se han convertido tristemente, en características estructurales de nuestra cultura.
Mi postura y mi invitación es a incidir en la esfera institucional, más exactamente en lo relacionado con el Estado. ¿Y por qué? Primero, porque tengo una convicción profunda de que lo público es un asunto de todos y que es más doloroso e indignante que los gobernantes no cumplan su misión y se enriquezcan con los recursos públicos, que el robo de mi celular a manos de un ladrón y sin lugar a dudas nos duele mucho más el raponazo; segundo, porque los gobernantes toman las decisiones más importantes de un país y en sus manos están temas tan sensibles como la salud, la educación, la vivienda, la economía y todos y cada uno de los aspectos que nos permiten vivir o nos castran la existencia; y tercero, porque hace varios años trabajo en la cosa pública y vivo en carne propia la inoperancia interna del Ejecutivo y es preciso y ético atreverse a proponer un Estado diferente.
Mi tercera hipótesis es que si somos capaces de solidificar las estructuras institucionales evitaremos una recaída en el proceso de paz de La Habana y otros cientos de procesos de paz que diariamente se gestan con la voluntad de personas sencillas y convencidas de otras formas de convivir. Así las cosas, consolidar una nueva institucionalidad de lo público debe pasar por democratizar las decisiones con los territorios, avanzar en tecnologías de la información que puedan mostrar con transparencia lo que hace el Gobierno e invertir sin límite de esfuerzos en educación de calidad y cultura ciudadana.
Voy por la primera propuesta democratizar las decisiones públicas en los territorios: La naturaleza variable de los territorios hace necesario que los gobiernos no solo descentralicen la inversión de los recursos sino la toma de decisiones acerca de en qué se van a invertir esos recursos y en efecto esto no ha ocurrido y muchas de las decisiones que se toman en las cúpulas, nunca son consultadas ni construidas con las personas que serán afectadas directamente por estas. Lo explico con un ejemplo, un día decidí participar de la construcción del POT -Plan de Ordenamiento Territorial- de mi municipio, y si duré 10 minutos en dicho encuentro es una exageración, ¿por qué? porque no entendía nada y esa es la participación a la que invitamos a la gente y cuenten con que soy profesional, tengo posgrado y todas mis necesidades básicas satisfechas desde que estaba en el vientre de mi madre. ¿Qué me dicen entonces cuando un alcalde recién nombrado invita a la construcción de su Plan de Desarrollo a las comunidades más vulnerables? Hagan ustedes sus propias conclusiones.
Y con este ejemplo conecto otra de las propuestas: educación y cultura ciudadana. En este punto no hay que escatimar esfuerzos en propiciar desde las estructuras de gobierno, mecanismos reales de pedagogía ciudadana y cultura política, que permitan que las personas entiendan la importancia de decidir en asuntos públicos, pero con las comprensiones mínimas que requiere sentarse en una mesa participativa para abordar cualquier tema y que además existan las herramientas para traducir realmente esos intereses y sentires en acciones reales.
Complementario al tema, deben existir los medios de verificación y veeduría pertinentes que tienen que ver con las tecnologías de la información creadas por el Estado al servicio de la ciudadanía que he decidido llamar estructuras informativas de la corrupción y vuelvo a un ejemplo para dibujar lo que pasa: cada entidad estatal mide lo mismo de una manera diferente, el SISBEN va por un lado, el DANE va por otro y la medición de cada asunto vital es un mundo aparte, que no funciona, que además es un andamiaje costoso, inoperante y muchas veces obsoleto que muy pocas veces cuenta con información veraz y que finalmente se acomoda para que quien Gobierna asegure, sin vergüenza alguna, que cumplió la meta y que la pobreza ha disminuido, que el empleo ha aumentado, que los homicidios son cosa del pasado y que los recursos naturales han sido preservados. Y con este círculo vicioso de tecnicismos, sistemas de información obsoletos, falta de cultura política y abusos de poder para tomar decisiones en el ámbito público, nos vemos enfrentados a un Estado que, si no se moderniza y no incluye la voz de la ciudadanía, nunca será capaz de consolidar una paz duradera.