(Crónica con fútbol callejero, cacharrerías y evocación de un filme argentino)
Muy de vez en cuando se apelaba al expediente, quizá más práctico que imaginativo, aunque se tornó en otras partes lugar común, de hacer pelotas de medias de mujer rellenas de retazos. Era un recurso de afán que resolvía una necesidad: tener un balón o cosa que se le pareciera para jugar un partido en el baldío, en la calle o donde fuera posible ejercer las maravillas del fútbol.
La pelota de trapo, que más en geografías fuera de Antioquia tuvo una particular atracción entre la muchachada, por estas coordenadas se convirtió en un modo del “desvare”. Había, claro, materia prima al uso. Desperdicios de las textileras y las ya “despistadas” medias de mamá, la tía o alguna monja de familia. Me parece que no era masiva. Por otra razón: abundaban las cacharrerías y era posible, en ellas, tan variopintas, conseguir las ya famosas “pelotas de carey”, que hasta tenían una vieja canción que las ensalzaba: “Las pelotas, las pelotas, las pelotas de carey / son las mismas en La Habana, en Japón o Camagüey”.
Como paréntesis, podría anotarse que en Bello, Antioquia, los muchachos de los cincuentas o tal vez de antes, diseñaron una “imaginativa” parodia de aquella guaracha cubana que tenía variaciones sobre el mismo tema (“Las pelotas, las pelotas, las pelotas de carey / a treinta las del perro y a cincuenta las del buey…”) y entonces se la aplicaron a Gardel, muerto en Medellín el 24 de junio de 1935: “Las pelotas, las pelotas, las pelotas de Gardel / las dejaron en Antioquia pa´tener recuerdos de él”.
Esta digresión sirve para agregar que la pelota de trapo tuvo una sucedánea en Medellín y alrededores con las de carey, más duras que adobe, que atiborraron de emociones a granel las calles y mangas, porque, como es de suponer, no era fácil conseguir un balón de cuero, con vejiga y todo. No estaba—como se advertía por ciertas escaseces—, el palo pa’ cucharas. Y había que ser recursivos o, al menos, conseguir menos dinero del que costaba un balón inflable, de aquellos que había que meterle a la fuerza la “tripa” y ponerles “ruana”. Una odisea.
Y más que las medias rellenas, la pelota de carey se volvió símbolo de congregación, de disputa futbolera, de acontecimiento urbano dichoso. Estrella de la cuadra y de los muchachos que la pateaban, o, mejor dicho, algunos con clase infinita, la acariciaban. Así que tantas veces había que “hacer vaca” para comprarla en el almacén de doña Rocío, en la cacharrería de don Pedro o ir hasta las muy bien surtidas cacharrerías de Guayaquil.
El infinito mundo callejero se agrandaba con los “picados” que se jugaban con una pelota amarilla, roja o verde, que rodaba, pegaba contra puertas y paredes, golpeaba ventanas y estremecía de rabia a las señoras. sí, cómo no, las mismas que llamaban a la “bola”, “la patrulla”, la “chota”, para que la policía apareciera de súbito y las decomisara. Por eso era preferible, ir hasta los retirados potreros a jugar los cotejos eternos, que a veces había que terminarlos con la inequitativa ley de “el que haga el último gol, gana”. Hubiera sido más gozoso haber dicho: “el penúltimo gol”.
Una historia que circuló en la ciudad, hace muchos años, y que a mí me la contó el finado Felipe Mora, decía que en el Teatro Laika, de Aranjuez, los muchachos esperaron casi una eternidad para poder ver la famosa película Pelota de trapo, con Armando Bo, y el guion del muy reconocido periodista uruguayo Borocotó, estrella de la revista El Gráfico, de Argentina. Un domingo, con una fila infinita, la expectativa creció. Los que pudieron entrar temblaban de la emoción. Comenzó el filme, pero, de pronto, algo falló. “Operador, soltá al pelado”, se gritó en colectivo. Y nada.
Se prendieron las luces, se volvieron a apagar, pero la película no rodaba, no se proyectaba. Había inquietud general. Y entonces se inició el corito celestial de los hijueputazos. Sobre la pantalla cayeron frutas de mango y hasta empanadas a medio morder. La bombardearon con cuzcas de cigarrillo. Y se armó una asonada. Se quebró la silletería. Y aquellos concurrentes, frustrados, no pudieron ver Pelota de trapo, sobre un niño apodado el Comeuñas, que quería convertirse en una rutilante estrella de fútbol.
Y aunque a veces uno rellenaba medias, ya no de mujer sino de hombre, con periódicos y pedazos de camisas viejas, lo más recursivo era que, entre varios, compraran la pelota de carey, que, de no sufrir persecuciones y caídas accidentales en casas del vecindario, duraba mucho tiempo y resistía maltratos y otros abusos. Y de tal modo, en días en que un balón era objeto de lujo, la descastada pelota satisfacía las ganas de jugar un partido.
Se recuerda que, ya en la vejez dolorosa de una pelota de carey, no faltaba, cuando ya estaba rajada, que se rellenara de piedras y se hiciera la simulación de estar jugando. Se dejaba de pronto, como al desgaire, en algún lugar de la calle y se le gritaba a algún desprevenido transeúnte que la chutara. El resultado era de risotada general y, en ocasiones, de tener que salir corriendo ante la ira del que caía en la treta de la muchachería.
Hubo un tiempo feliz en que las calles y las mangas, como estadios, se animaron hasta el éxtasis con los encuentros futboleros que tenían a la pelota de carey como su más exquisita invitada. Después, el balón de aguja, la reemplazó, hasta producir, no se sabe cuándo, su extinción en el paisaje citadino. En la memoria de viejas generaciones, la pelota de carey se quedó como una suerte de musa, que inspiró a miles de muchachos en la práctica colectiva y solidaria de un partido de fútbol y en la maravillosa celebración de un gol.