La última semana una masacre en El Tarra, Norte de Santander, dejó nueve muertos, entre ellos un líder comunitario. Desde enero de 2016 hasta el 30 de junio de 2018 fueron asesinados 311 líderes sociales, según el Centro Nacional de Consultoría y la Defensoría del Pueblo. Los cuestionamientos a la implementación de los acuerdos de paz son inevitables.
Colombia, tan acostumbrada a la guerra, se sorprendió, ¿Tras el acuerdo con las Farc no dejaríamos de registrar cifras elevadas de muertes violentas? La pregunta es legítima: 52 años de conflicto de este grupo armado con el Estado, el más antiguo y mejor dotado del continente, en hombres y armamento, finalizaron con la firma del acuerdo en el Teatro Colón.
No por ello habríamos de tener más Estado en tanto país suelto, con un conflicto tan extendido en el tiempo. El narcotráfico favoreció la expansión de una economía de guerra. El crecimiento de la década de los 70 y 80 nos puso como jugadores de primera línea en el mercado de la coca. Con ella se profundizaron brechas territoriales, surtiendo de capital y mercado a lugares apartados del país, que encontraron recursos que la centralidad bogotana negaba.
A su vez, la violencia contra los civiles fue el factor aglutinante de la respuesta que particulares, en muchos casos con la connivencia del Estado y los gobiernos, le dieron al conflicto. Según Cifras y Conceptos las víctimas de las FARC están, en su mayoría, vinculadas al sector agropecuario y comercial: con los secuestros se involucraron el patrimonio personal y la seguridad de la sociedad civil. El resultado fue que élites rurales, legales e ilegales, resolvieron esas demandas de seguridad, en tanto sectores políticos promovieron al paramilitarismo.
De acuerdo con Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, en posconflictos con economías de guerra, según la experiencia internacional, los primeros dos años son de estabilización y los 10 siguientes de normalización. En Colombia el gobierno no estructuró una estrategia de copamiento del territorio hasta año y medio después de firmado el acuerdo.
Esa falencia queda expuesta en el componente de reincorporación de los guerrilleros en materia de seguridad socioeconómica: para 12 mil de ellos solo había, en Miravalle, Caquetá, un proyecto productivo hasta hace pocas semanas. En cuanto al componente de seguridad física salta otra liebre: han asesinado a cerca de 50.
Ahora persisten problemas de seguridad en 26 municipios foco del conflicto, y es esa economía de guerra la que hace que el conflicto armado tenga una vida propia: 210 mil hectáreas de hoja de coca, el 60 por ciento de los sembrados en 10 municipios.
Tras el acuerdo con las Farc pasamos de 3 mil a 180 secuestros, 82 de ellos en municipios nucleares del posconflicto. De 120 mil desplazados antes del comienzo de la implementación, Colombia pasó a 72 mil. Las Farc entregaron 1,3 armas por cada desmovilizado, el doble que la guerrilla afgana en los años noventa. Igual proporción frente a los paramilitares desmovilizados en el gobierno de Uribe, que por cabeza desmovilizaron 0,6 armas.
No se puede escapar la posibilidad de implementar a fondo el acuerdo de paz, asegurando la estabilización de los territorios donde operaba la guerrilla y donde ahora, con su ausencia, se renuevan poderes locales que se enriquecen en la ilegalidad. Porque los efectos del fin de un conflicto de medio siglo hablan por sí solos.
Amaury Núñez González | @AmauryNG