Los apellidos de la paz no son nuevos. A lo largo de la historia y en diferentes contextos se acompaña de variedad de calificativos. Los hay desde los conocidos y trillados como la “Pax romana”, conectada al Imperio y su capacidad para establecer y mantener un orden en vastas zonas de Europa, África y Asia; pasando por los académicos y geopolíticos como la “Paz nuclear” de los tiempos de la guerra fría, hasta a llegar a los puramente comunicacionales como la “Paz con dignidad” con la que Estados Unidos dio fin, en la mesa de París, a la guerra de Vietnam.
En los primeros dos casos antes mencionados, el apellido intenta explicar un hecho –la ausencia de guerra-, y sus características -hegemonía y amenaza-. En el tercero, apunta a un deber ser, a un resultado esperado y a una especie de marco de negociación que el Presidente Nixon introdujo cuando la guerra estaba en uno de sus puntos más altosl. Ese calificativo expresa algo así como “no habrá paz hasta que no sea una paz…”. La paz ya no es sólo el fin de las hostilidades, o la no utilización de la violencia. La paz se califica, se le adiciona otro factor y, de este modo, se amplia su espectro significativo.
En Colombia a la esquiva paz también la hemos bautizado con varios apellidos. Estos responden, obviamente, a un estado de cosas futuro, hipotético y buscado que dice tanto de lo que esperamos sea nuestro país como de las razones por las que algunos consideran nos debemos seguir matando. “Paz con justicia social” y “Paz sin impunidad” son las dos acepciones más reiteradas en los últimos años cuando se habla de ese estado añorado.
La “Paz con justicia social” ha sido la consigna de los grupos insurgentes así como de algunos grupos desde la institucionalidad y, para algunos, ha sido la respuesta reiterada al llamado al silencio de los fusiles. “No es posible la paz con los niveles de inequidad y pobreza de este país” pregonan algunos desde estos grupos. En muchos casos se explicó y justificó el alzamiento en armas y el desarrollo del conflicto (incluyendo la financiación del narcotráfico y el recurso a acciones terroristas) por los niveles de injusticia social del país e incluso se condicionó su final a la llegada de una sociedad más equitativa. Adicionalmente, para quienes así justifican y defienden el conflicto armado, la expresión sirve para describir la confrontación como una forma de lucha de clases y como una carga que debe sufrir la “oligarquía”. Desconocen que tanto en indicadores macroeconómicos como en número de víctimas, son los más humildes quienes han llevado y siguen llevando la peor parte del conflicto armado.
La “Paz sin impunidad” es una expresión más reciente que se acuña fundamentalmente en contextos de negociación como el de La Habana. Ahí la expresión quiere decir “Sin castigo no puede haber paz”. Algunos de los defensores de esta postura consideran que la paz llegará sólo con la rendición, captura, judicialización y condena de los responsables de la rebelión y de delitos cometidos en el contexto del conflicto. Para ellos la paz es, exclusivamente, el triunfo militar y la aplicación de la justicia penal por parte de las instituciones. Ese “otro” es un delincuente que no merece nada distinto al castigo y que tiene que pagar por sus acciones con todo el peso de la ley penal.
Los estándares internacionales efectivamente prohíben la amnistía y el indulto de los responsables de graves violaciones al DIH (Crímenes de Guerra, Crímenes contra la Humanidad y Genocidio). La exigencia no obstante no obliga a los Estados a librar guerras de exterminio o a condicionar el fin del conflicto a la captura y judicialización de los mayores responsables. La negociación implica que en aras de la paz y el fin del conflicto se sacrifique algo de justicia y, por ende, se de vía a cierto grado de impunidad. En todos, absolutamente todos, los procesos de paz ese ha sido el resultado. La Justicia Especial de Paz tiene la responsabilidad de que la “restricción efectiva de la libertad» mencionada en el Acuerdo sea real y cumpla los objetivos, no solo de reparación y no repetición, sino también de prevención, resocialización y retribución. La sentencia de 5 a 8 años no puede ser un pasaje de descanso, una patente para hacer política electoral o una pasantía para hacer negocios.
El problema con los apellidos para la paz es que ambos grupos defensores condicionan el fin del conflicto a la obtención de los fines, bienvenidos si, pero ciertamente maximalistas. Muy poca gente se opondría a que Colombia sea una sociedad más equitativa, con menos pobreza, con una justicia efectiva y bajos niveles de impunidad. Los defensores de la “paz sin impunidad” y la “paz con justicia social” desconocen, consciente o inconscientemente, que la guerra es a la vez fuente de profunda desigualdad e inequidad y gran disparador de la impunidad. La guerra no tiene apellido. Destruye lo que encuentra a su paso. Nos hace insensibles e impulsa el autoritarismo y los excesos de todos los actores involucrados. Como si los muertos sumaran al Índice de Desarrollo Humano o mejoraran el Gini. Como si las acciones de combate y los delitos cometidos aportaran en algo a la eficiencia de nuestro débil sistema de justicia. Mantener la guerra sólo profundiza la inequidad y la impunidad y, consecuentemente, nos aleja de la paz, con o sin apellidos.
Si lo que verdaderamente nos interesa como sociedad es la lucha contra la pobreza (como esfuerzo institucional integral y no como cruzada violenta) y contra la impunidad (más allá de la sed de venganza contra unos cuantos miembros de grupos armados) hay que acabar este conflicto doloroso y costoso. La guerra, como decía Thomas Mann, bien puede ser nuestra disculpa cobarde para evitar los problemas de la paz.
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