Sí, los líderes espirituales también se suicidan. Y sí, también creamos y visitamos nuestros propios infiernos de vez en vez con una fe empobrecida y lastimada, llevándola como un accesorio religioso que medio hemos aprendido a manejar. Nosotros también nos deprimimos, y lo hacemos de verdad y en el sentido estricto de la palabra, no jugamos a hacernos las víctimas ni a inspirar lástima entre nuestros propios feligreses, sufrimos realmente la enfermedad. Como a cualquier otro ser humano nos sobrevienen alteraciones mentales, afectaciones naturales en nuestros neurotransmisores.
En esos momentos, no solo necesitamos oración, ni que se nos aliente con frases prediseñadas que, aunque sabemos se dicen con la mejor de las intenciones, solo logran ahondar el dolor. Por ejemplo, aquellas que dicen: pastor, no se preocupe, recuerde que Jesús es el pastor de los pastores; a los guerreros más valientes se les dan las batallas más duras; no esté triste que lo que viene es muy grande, entre otras tantas. En esos momentos nos sería muy beneficioso que nos acompañaran con oraciones y también motivándonos a buscar ayuda de los profesionales en salud mental. Dios también nos sana a través de sus conocimientos y sus orientaciones. La palabra para nominar sanidad en el Nuevo Testamento la heredamos y la conocemos como terapia.
Le vendría muy bien a la iglesia cristiana en general, y a sus líderes espirituales en particular, desmitificar la vocación pastoral. Comenzando por abandonar la idea que el líder espiritual es, o debería ser, el más musculoso de la fe; imbatible ante las vicisitudes de la vida; inquebrantable ante las circunstancias dolorosas que le llegan. Una imagen alimentada por algunos tele-evangelistas quienes posan excesivamente de exitosos y poderosos, ejerciendo una presión mal sana en una buena parte de la iglesia al mostrarse siempre de victoriosos. Sería interesante no olvidar que muchos de estos pastores superstars son casi una marca comercial dependientes de las luces, las cámaras, y la acción, ah, y de los aplausos, pero no es un secreto que ellos no representan la realidad ni la cotidianidad de la mayoría de los pastores en medio de sus parroquias.
Esta semana se conoció la triste noticia del suicidio del pastor Carlos Rodríguez, líder evangélico de Montelíbano-Córdoba. Lo encontraron en su casa, en el silencio de sus soledades. Su pueblo, sus feligreses, estaban consternados al ver su cuerpo sin vida, al darse cuenta de que el encargado de comunicar la esperanza de Dios entre ellos se había callado para siempre. Una consternación que pudiera ser mayor si se les hubiera permitido asomarse unos días antes a la mente de su pastor y conocer sus desesperos y ansiedades, todo esto mientras seguramente predicaba y animaba a su iglesia. Las máscaras también suelen caerse en medio de las funciones.
La historia del pastor Carlos, de Montelíbano, es una entre muchas otras, bastaría una búsqueda superficial en internet para conocer cifras realmente escalofriantes sobre el tema. Y mientras continuemos cargando con el peso que a diario nos intentan poner encima, este de creer que los pastores somos o debemos ser dioses júniores, estas tristes historias seguirán pasando.
Oro sentidamente por la familia y la comunidad del pastor Carlos. Creyendo profundamente que Dios lo ha recibido en sus brazos amorosos. Con la misma consciencia de fe sigo invitando a mis colegas religiosos a buscar ayuda cada vez que sientan que están perdiendo el sentido de sus vidas.
Aclaración: escribí este artículo antes de saberse una segunda hipótesis de la muerte del pastor. No obstante, describo un fenómeno universal, pudiéramos estar leyendo otras historias con otros nombres.