¿Para qué una Comisión de la Verdad?

“Algunos sudafricanos indicaron que, simplemente, la aportación más importante de su Comisión había sido la de impedir que fuera posible seguir negando los hechos”

Con estas sencillas pero profundas palabras, los ciudadanos sudafricanos, citados por Priscilla Hayner en su libro “Verdades Innombrables”, se referían a la importancia que había tenido para ellos la Comisión de la Verdad que se había llevado a cabo en su país durante el año de 1992, la cual buscaba esclarecer los hechos ocurridos durante la política del Apartheid y hacerlos visibles para muchas de las personas que insistían en negarlos. Tal espíritu negacionista, de indiferencia e incluso de olvidos voluntarios ha sido una constante en muchos países que han transitado por escenarios de violencia y cuyas sociedades se debaten hasta hoy entre dos polos: la verdad o el silencio.

En “Cien años de Soledad”, Gabriel García Márquez presenta una imagen que no puede pasar desapercibida para un lector: Aureliano Buendía, asustado al no poder traer a su memoria la palabra que describe una herramienta con la que trabaja, comienza a etiquetar todos y cada uno de los objetos que tiene a su alrededor con su nombre y descripción de uso. La primera vez que leí esa imagen de Gabo, pasaron por mi cabeza muchas cosas, entre ellas, el temor a una enfermedad como el alzhéimer. Sin embargo, con los años he venido a comprender que el olvido, como decía el poeta uruguayo Mario Benedetti, “es la cara de una moneda cuyo anverso es la memoria”, pero a su vez es un elemento sanador para personas y también para sociedades que han decidido pasar las páginas horrorosas de la violencia y no esculcar en el pasado. Un caso representativo de esta manera de pensar es el de Mozambique donde tras la firma de un acuerdo de paz en 1992, tanto el gobierno de transición como el común de la población consideraron que no era bueno apelar a una Comisión de la Verdad. Así lo recopiló Hayner en entrevistas realizadas en aquel país africano:

“No, no queremos entrar de nuevo en el laberinto del conflicto, del odio y del dolor. Queremos enfocarnos en el futuro. Por ahora, el pasado está demasiado presente como para analizarlo con detalle. Por ahora, preferimos el silencio a la confrontación, a la renovación del dolor. Aunque no podemos olvidar, nos gustaría pretender que sí podemos…”

“Cuanto menos pensemos en el pasado, más posible será la reconciliación”

Diferente ha sido el caso de otras sociedades que, tras largos conflictos internos o después de sanguinarias dictaduras, han decidido, ya fuese por iniciativa gubernamental o no, reconstruir la verdad, gracias a comisiones que, compuestas por nacionales y extranjeros, han tratado de dilucidar la verdad de hechos atroces, pero sobre todo han recomendado al Estado y a la sociedad acciones reparadoras y de reconciliación para evitar que aquellos hechos dolorosos vuelvan a repetirse. No en vano, muchos de los informes, producto de los trabajos de los comisionados en cada país, llevan en su nombre un clamor imperativo: “Nunca Más”.

No obstante, estas comisiones de la verdad también han sido escenarios de batalla entre defensores y contradictores. La comisión de El Salvador, por ejemplo, decidió publicar en su informe final los nombres de más de 40 implicados en los hechos ocurridos entre 1980 y 1992. Tema bastante polémico y ante el cual, el gobierno del momento respondió brindando una ley de amnistía que impedía cualquier acción legal contra los responsables. Valga decir que hoy, más de 20 años después, dicha ley ha sido revertida. Todo un galimatías.      

En Argentina, la disputa se centró inicialmente en el prólogo escrito por Ernesto Sábato, presidente de la Comisión, pues muchas de las víctimas no estuvieron de acuerdo con la idea planteada por Sábato, de que lo ocurrido en el país durante la última dictadura militar (1976 – 1983) había sido un enfrentamiento entre dos demonios. La discusión, siempre vigente, tuvo su round definitivo cuando en 2006 el gobierno de Néstor Kirchner reeditó el informe con un nuevo prólogo en el que ya no se hablaba de un enfrentamiento entre dos demonios sino de un claro y directo terrorismo de Estado.

Otros casos emblemáticos han sido los de Perú y Guatemala. En el primero, por ejemplo, los militares se negaron a reconocer el informe de la Comisión de la Verdad y redactaron su propia versión de los hechos en un documento titulado “En honor a la verdad”. Mientras tanto en Guatemala, el informe oficial fue despreciado y no acatado por el Gobierno; además, informes alternativos como el construido por la Iglesia Guatemalteca en 1996, le costaron la vida a Monseñor Juan Gerardi.

Así las cosas, pareciera que embarcarse en una Comisión de la Verdad puede no resultar tan beneficioso. Sin embargo, en un país como Colombia, marcado por la polarización política, pero sobre todo por la indiferencia, considero que se hace necesario abrirle las puertas a una verdad que sea restauradora y no inundada de venganza, pues como lo ha sostenido el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad colombiana, “lo único que no nos puede dividir es el dolor de las víctimas”.           

   

Mauricio Albeiro Montoya Vásquez

Docente e investigador. Coordinador del proyecto de escritura “100 preguntas y respuestas para comprender el conflicto colombiano”. Fue reconocido en 2012 con la beca Jóvenes Investigadores de la Universidad de Valencia (España). Ha sido docente de diferentes universidades de Medellín e invitado como conferencista tanto en Colombia como en el extranjero.