El aspecto de «juegos del hambre» de este ciclo electoral francés comenzó en la izquierda. El presidente François Hollande fue aniquilado por su propio Partido Socialista. El primer ministro de Hollande, Manuel Valls, se convirtió en el segundo plato en el banquete de los caníbales.
Para entonces, el cadáver de uno de los dos principales partidos de Francia, ya no simplemente supino, había alcanzado un estado avanzado de descomposición. Ahora, en el preciso momento en que uno podría esperar que un candidato presidencial le dijera al país qué piensa de Donald Trump, Vladimir Putin y los radicales islámicos, el candidato socialista, el lánguido Benoît Hamon, no encuentra nada mejor de qué hablar que la marihuana legal, el lodo rojo y los disruptores endócrinos.
En la derecha, el desastre está llegando ahora a su punto más álgido. El ex presidente Nicolas Sakozy ya había sido eliminado en etapas tempranas. El ex primer ministro Alain Juppé, después de ser coronado virtual presidente durante gran parte del año pasado, fue derrocado por aquellos que lo habían adulado. Y, tras el escándalo en torno a François Fillon, el candidato republicano y el hombre que lo derrotó, Juppé perdió los estribos y el 6 de marzo definitivamente abandonó la carrera.
Fillon, que en algún momento era el claro favorito, la opción de cuatro millones de votantes en las elecciones primarias, ahora suscitó el espectáculo de un partido de amotinados que intentan sacarlo de la carrera a los codazos. Las intrigas, las evasiones, los cálculos y los pactos se multiplican, todos basados en encuestas interpretadas por los equivalentes modernos de los arúspices romanos. Otro cadáver.
Entonces entran a tallar los magistrados investigadores, que obviamente desempeñan su legítimo papel cuando escuchan evidencia sobre un escándalo de falsos empleos que involucra a la mujer y a los hijos de Fillon. Su integridad, sin embargo, no quedará impune por un recordatorio amable de que ellos también son seres humanos, susceptibles de pasiones y resentimientos humanos; que el considerable poder que esgrimen, como cualquier poder, tiende a llegar lo más lejos posible; y que, en consecuencia, han quedado completamente enredados en una campaña de la cual, invocando a Montesquieu, deberían intentar mantenerse cuidadosamente alejados.
Pero nosotros, los ciudadanos y los votantes -todos y cada uno de nosotros- constituimos la peor parte de toda esta escena. Nuestra nueva y extraña relación con la política, como quedó demostrado en las circunstancias actuales, se puede resumir en tres términos.
Cancán. O, más precisamente, «can’t-can’t» (no se puede, no se puede): la actitud quejumbrosa que manifestamos cada miércoles con la aparición del nuevo número de Le Canard Enchaîné, el semanario satírico cuyo humor rebelde, alguna vez carne de cañón para los locos sueltos de la izquierda y la derecha, se está convirtiendo en el lenguaje cotidiano de la política. En algún momento, la lectura del periódico era, según Hegel, la oración matutina del filósofo. Ahora leer ese periódico en particular alimenta el apetito insaciable del electorado por el ridículo.
¡Con qué expectativa sardónica los lectores franceses esperan lo último sobre el ir y venir de nuestros funcionarios electos y sus rivales! ¡Con qué deleite avaro devoramos nuestra dosis semanal de corrupción, podredumbre y escándalo! Y qué desilusión sombría, qué repentina falta de interés en la vida, sentimos cuando, por casualidad, no hay nada nuevo que informar. ¿No deberíamos tener en mente, con el poeta Stéphane Mallarmé, que cuando nos divertimos de esa manera y nos embriagamos tanto con el escándalo, «bostezamos tristemente hacia un oscuro final»?
Espectáculo. En lugar de un juicio, recibimos un comentario incesante y frívolo sobre los mil y un giros de la contienda electoral. En otra época, los medios periodísticos cubrían los deportes como si se tratara de política. Ahora el comentario político se asemeja a una cobertura deportiva.
El «análisis del juego» se ha vuelto el paradigma de la narrativa política. Y, en el país venerable que para Marx era la nación política por excelencia, la política se está volviendo una subespecie del fútbol, con sus equipos, sus seguidores, sus árbitros y sus goleadores. ¿Acaso es una sorpresa que, en el ápice del asunto Fillon, los jefes de la derecha y sus entrenadores fantasma recurrieran (¡malditas las diferencias doctrinales y estilísticas!) a sus suplentes, que supuestamente esperaban en el banco para entrar a jugar? De la misma manera, cabe preguntarse si los seguidores de Fillon ven en él algo más que su resistencia, su capacidad para recibir una paliza o la impresión que dio cuando, después de recibir un golpe y caer de espaldas, se levantó como si regresara a una pelea inconclusa.
Igualdad. La ansiedad de igualdad era, en algún momento, la más noble de las pasiones; existía, en esa pasión, el sueño de cultivar el cuerpo político y, al hacerlo, dignificar a la política. Y concuerdo con el filósofo Jean-Claude Milner que, en su libro reciente, Relire la Révolution, arremete contra el Anatole France de Los dioses tienen sed. Lejos de simplemente ofrecerle a la gente su ración diaria de sangre, Robespierre también intentó, a su manera, controlar la transformación de las masas en una muchedumbre vengativa y salvar lo que se pudiera salvar de los equilibrios inherentes a la jerarquía republicana.
No hay nada de eso en el tipo de igualitarismo de hoy -nada sino una muchedumbre cada vez más cerca de su momento de máximo poder mientras promueve una igualdad no de interés común sino de quejas, indignidades, rencores y corrupción-. Y, entre los hijos fragmentados y desconsolados del Iluminismo, entre los herederos zombi de Rousseau que fibrilan entre agresividad, ceguera y desesperación, la igualdad ya no es una tarea sino una mancha, una suerte de mortaja oscura, un halo de resentimiento y odio al que nuestra lengua común está atada como a una boya en una marea.
Otro desastre. Otra desilusión. Del igualitarismo redentor a la queja y la venganza por la igualdad de oportunidades, hemos recorrido el sendero que lleva a una sociedad de la vida a la muerte.
Por más atemorizador que suene, es allí donde se encuentra Francia: no en una simple crisis, sino en las últimas etapas de lo que el gran historiador anti-nazi Marc Bloch llamó, en 1940, la «extraña derrota» de su país. No nos enfrentamos a un árbol solitario de iniquidad, sino más bien a un inmenso bosque de palabras oscuras, peligrosas y lunáticas en su degradación.
Y, mientras yacemos a la espera, guiados por las Euménides (las deidades griegas de venganza cuyo nombre es sinónimo de furia así como de justicia), una figura va cobrando forma como si estuviera, en términos clásicos, consumando un destino infame: Marine Le Pen.