“No habrá paz verdadera, no habrá un real sentido de bienestar hasta que no te consumas y asumas la oscuridad que te constituye. La justicia no puede seguir siendo el velo que separe de un tajo las complejidades y contradicciones que compone todo ente vivo.”
De casulla negra y de espaldas a la feligresía se levanta el sacerdote. Poneos de pie en el funeral del alma. Es fácil acariciar la superficie, donde la hierba crece suave y abraza las flores en el cálido sueño del sol. Pero la corteza se desprende por colgajos. La enfermedad late en lo profundo y la belleza del verano exterior se convierte en la máscara de una tardía descomposición. Una vez se quiebre la tierra y exponga sus entrañas, la oscuridad del abismo penetra la mirada y no abandona a su huésped, parasitándole hasta la pérdida absoluta de la cordura. Ensimismado, perdido entre los desconocidos vericuetos del inframundo, se encuentra frente a aquel propio extranjero que le habita. No desvíes la mirada. Es un hombre espantoso, deforme y vil. Es aquel que tras bastidores mueve, a veces con cuerditas, a veces a látigo, tus manos, tus pies, tu lengua. Te habita y sólo lo llamas un desliz, un error como sólo tú puedes cometer. Es imperativo dejar de huir de él. Deja que imponga sus manos sobre tus ojos, para que la gruesa escama que la recubre se caiga.
Una nueva visión hace emerger de lo profundo lo oculto tras el ruido. De repente, de entre las piedras salen danzando los honorables padres de la patria. Machos cabríos atados entre sí, con un contrato en una mano, una pluma en la otra, cazando despojados para devorar, almas para corromper, y pequeñas cabritas para criar y hacer de la danza un amasijo cada vez más complejo de desatar. Pero empuja a uno, y caerán todos. Por eso todos se cubren entre sí y su desnudez la esconden detrás del sacrificio de inocentes y la corrupción de ingenuos y pequeños anticristos. Mas no ha de caer el jinete de sombrero. No sea que su peso los aplaste a todos. Detrás de ellos, arrastrándose por el fango, les siguen deformes gusanos con rostro de hombre, suturando y suturando, una y otra vez sus cuencas vacías, sus bocas sin palabras. Lo han visto todo, lo saben todo y han de callar. Arrancados sus ojos en inmoral cobardía, sumergidos en el lodo, su morada natural. Están muertos desde siempre.
Ve más allá. Sigue a tu extranjero y busca al señor de las tierras de eternos lamentos, el artífice de este entremezclado jardín de las delicias. Encuentra a Satán, el seductor que merodea este sueño de trópico. Escucha su canto ahogado entre mares embravecidos, oculto de la mirada decepcionada de su señor y por siempre derrotado y condenado, maestro en el sufrimiento y la desmesura. Oh, dulce Satán, dónde te ocultas que tanto me llamas. Acaso enterrado entre los huesos de los desaparecidos, acaso tras el velo de un silencio cómplice que enmudece el horror y sepulta el crimen.
Cuando lo encuentres, míralo a los ojos, tus ojos. Y abrázale. Siente su áspera piel rasgando la tuya y su fuego ardiendo dentro de ti. Y peca, peca con todas tus fuerzas. Peca hasta que tu cuerpo se agriete y a través de las heridas emane el odio, la culpa y el miedo. Deja que la serpiente suba por tus tobillos y repte hasta tu boca donde haga nido, y que alimente tus palabras, purifique el pensamiento. Y acuchíllalo. Que sienta cada estocada desgarrando su divina esencia cadente. Las lecciones con el gran maestro han de terminar, las heridas han de cicatrizar y no dolerán más, aunque la marca será imborrable.
Sal del infierno. No mires hacia atrás. Reconciliado ha sido el pasado con el presente, y ni la sombra te seguirá, pues ahora te habita. No habrá paz verdadera, no habrá un real sentido de bienestar hasta que no te consumas y asumas la oscuridad que te constituye. La justicia no puede seguir siendo el velo que separe de un tajo las complejidades y contradicciones que compone todo ente vivo.
Orfeo emerge finalmente del inframundo para traer consigo aquel conocimiento profundo que sólo las tinieblas pueden lograr y que sólo a través del lenguaje poético se alcanza a expresar. Así, la feligresía ha quedado en comunión y el sacerdote de casulla blanca y de frente a su comunidad se retira. Todos se levantan en paz. El alma se levanta del féretro y les sigue detrás.
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