“En Colombia ya no se debate: se dispara, se amenaza y se silencia, mientras el Régimen alienta el odio y evade su responsabilidad. La oposición no solo está en riesgo político, está en riesgo vital. Y con ella, la democracia entera.”
Todo está servido para que Colombia se derrumbe, atrapada entre el miedo y la amenaza. Bajo el gobierno del autodenominado «cambio», hemos presenciado una sucesión de hechos que parecen calcados de un manual de destrucción institucional. Las instituciones son atacadas sin descanso, y la oposición se ha convertido en blanco de los bandoleros que operan a la sombra del régimen.
Este desmoronamiento tiene un origen claro: el discurso de odio que Gustavo Petro ha sembrado como combustible político, mientras contempla el incendio desde un palacio que dice aborrecer, pero que ha hecho suyo como trinchera.
Hace pocos días, el jefe del régimen se reunió con representantes del clero y con las cabezas de las ramas del poder público, supuestamente para desescalar su lenguaje incendiario. Una vez más, se comprometió de palabra, pero sus verdaderas intenciones apuntan a otros intereses. La toxicidad de su discurso, que lanza como veneno, es el pilar de su estrategia. ¿Por qué habría de renunciar a una fórmula que le ha dado réditos políticos?
Petro vive en una burbuja narcisista. Esperar un cambio en su forma de ser —caracterizada por rasgos de una personalidad desquiciada— es ingenuo, incluso irresponsable, ante la gravedad del momento que atraviesa la República. Estamos ante un caudillo en formación, a quien le importan poco las reglas democráticas. Él no quiere gobernar con las instituciones: quiere tomarse el país por las vías de hecho. Por eso incita a la violencia.
El atentado contra uno de sus principales opositores, con un disparo en la cabeza, no le bastó. Sin asomo de vergüenza, Petro subió a una tarima en Medellín a jefes de bandas criminales que, abiertamente, amenazaron a líderes opositores. El mensaje es brutal, pero claro.
Semanas antes del ataque, en la Plaza de Bolívar de Bogotá se izó una bandera con el lema «Guerra a Muerte», acompañada de amenazas directas contra miembros del Congreso. Aquello fue una sentencia. Ahora, con criminales a su lado, Petro lanza amenazas veladas —y no tanto— contra el alcalde de Medellín y el gobernador de Antioquia. ¿Dónde quedó el «desescalamiento del lenguaje»? No existe. Nunca existió.
Los únicos interlocutores válidos para el presidente parecen ser los criminales, sin importar su ralea. El poder lo ha envalentonado, pero no lo ha redimido. Haber sido indultado no borró su apetito de confrontación: hoy, desde la presidencia, causa más daño que cualquier delincuente común u organizado.
Y si el país no acata sus órdenes arbitrarias, la consecuencia será más sangre derramada. Ese es el mensaje que emite el régimen, sin rodeos, desde tarimas públicas repletas con clientela convocada a punta de tamales y promesas, y a través de su incesante verborrea mediática.
Ha llegado el momento de que el régimen diga, sin eufemismos, si uno de sus objetivos es EXTERMINAR a la oposición. No deja mucho margen para pensar lo contrario: un precandidato presidencial debatiéndose entre la vida y la muerte; líderes criminales amenazando a alcaldes y gobernadores; desconocimiento abierto del Congreso y de las Cortes; reducción de los esquemas de seguridad de figuras clave de la oposición.
A las puertas de las elecciones de 2026, el régimen parece dispuesto a todo. Y aún falta mucho por ver. La oposición se encuentra a merced de pistoleros encubiertos. ¿Qué democracia puede sobrevivir cuando sus disidentes viven con miedo y bajo amenaza permanente?
Podemos afirmar, sin ambages, que en Colombia hoy no existen garantías reales para que los ciudadanos ejerzan libremente su derecho al voto en las próximas elecciones.
Petro es el responsable político —no simbólico, sino directo— de esta escalada de violencia. No es una opinión aislada, sino un hecho constatado por la experiencia de millones. Su intolerancia ha llegado al punto en que cualquier voz crítica es tachada de calumniadora, golpista o sediciosa. En su delirio, toda disidencia es una amenaza.
Pero en Colombia no aceptaremos que se criminalice el derecho a disentir. No permitiremos que se nos arrebate la libertad de opinar, ni que se equipare la expresión libre con sedición.
Hoy, la oposición está en peligro de extinción bajo el régimen de Gustavo Petro. Y con ella, corre el riesgo la supervivencia de la democracia misma. Ya se fraguan, en los rincones más oscuros del poder, reformas institucionales orientadas a garantizar su perpetuidad, no el bienestar de la nación.
Colombia no puede seguir dormida sobre los laureles. Es hora de actuar, con firmeza y desde todos los frentes: el Congreso, la academia, las empresas públicas y privadas, las ciudades, los campos, los medios de comunicación, las redes digitales.
La democracia no puede entregarse, sin resistencia, a una camarilla de fanáticos que encuentran placer en el caos y la muerte.
Adenda 1: El régimen ha anunciado su intención de introducir una papeleta en las elecciones de 2026 para convocar una Asamblea Nacional Constituyente. Esta propuesta no solo es abiertamente ilegal, sino que constituye una maniobra peligrosa para saltarse la Constitución y pasar por encima de la voluntad institucional del país. En Colombia, la única forma legítima de convocar una Constituyente es mediante una ley aprobada por el Congreso de la República.
Cualquier intento de imponer una Constituyente por vías de hecho es una amenaza directa a la democracia, un intento de reescribir las reglas del juego para perpetuarse en el poder. La ciudadanía no puede ser indiferente: está en juego el futuro del orden democrático y el respeto por el Estado de Derecho.
El verdadero objetivo detrás de esta maniobra es la destrucción del orden institucional, la erosión del marco jurídico que nos ha permitido vivir en un Estado democrático. Es un ataque directo a la Constitución y a la soberanía del pueblo colombiano.
Adenda 2: Gracias a la irresponsabilidad fiscal del régimen, las calificadoras de riesgo han rebajado la calificación crediticia de Colombia. Entre las razones se destacan: la suspensión de la regla fiscal, el deterioro de las finanzas públicas, un gasto estatal excesivo sin justificación alguna y los crecientes desafíos en materia de seguridad, entre otros factores.
Como consecuencia, los colombianos ahora pagaremos intereses más altos por la deuda pública. En otras palabras, el régimen nos convirtió en un país que pide prestado como cliente del «gota a gota»: pagando caro por la falta de disciplina, transparencia y sensatez en el manejo económico.
Cuando se destruye la confianza en la economía, se hipoteca el futuro de toda una nación. Y esa factura la terminan pagando nuestros hijos.
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