“La transformación de nuestro país no puede depender de la empatía. ¿Qué va a pasar cuando nos cansemos de publicar nuestra indignación a través de las pantallas? ¿Qué va a pasar cuando ya no sintamos el dolor ajeno como propio? Propongo apoyar el Paro Nacional no con empatía, sino a pesar de ella.”
Que el privilegio no te nuble la empatía se ha convertido en una frase de cajón que circula en redes sociales, marchas, pancartas, camisetas, etc., y no puedo más que ver con desconfianza a quienes la apropian con facilidad abrumadora. Y es que es tan contagiosa —sí, como un virus— la empatía, que propondría darle vuelta a la frase: es la empatía la que nos está nublando el privilegio.
En el año 2016 viajé a la ciudad de Lima, capital de Perú, para trabajar como voluntario en un programa de jóvenes con diversos problemas personales y trastornos mentales; jóvenes con historias que, de solo recordarlas, me produce miedo el estar vivo. Nuestro trabajo consistía en enseñar inglés, proponer actividades pedagógicas y diálogos. El último día, nosotros, los voluntarios, llorábamos por decir adiós mientras terminábamos de planear nuestro privilegiado viaje a Machu Picchu. Ellos, por su parte, se desmoronaban en un llanto que no era sino la consciencia de que nunca más nos volveríamos a ver; ellos seguirían encerrados aferrándose a una muestra muy pasajera de nuestra empatía.
A una semana de terminar el voluntariado, el médico de cabecera me explicó que cada vez que voluntarios ingenuos como nosotros —lo de ingenuo lo digo yo, pero seguro lo pensará él— terminábamos nuestro trabajo, dejábamos en ellos una fuerte depresión que ralentizaba su proceso de recuperación:
—¿Pueden imaginarse lo que significa para ellos aferrarse a un extraño y decirle adiós, tal y como sucedió con muchos de sus familiares o amigos? Ustedes hacen más mal que bien—afirmó aquel médico desconsolado.
Fue así como descubrí que quienes dirigían el programa pedían voluntarios ingenuos y privilegiados con empatía como nosotros para ahorrarse el dinero y no contratar suficientes profesionales que se hicieran cargo de aquellos jóvenes. Nosotros éramos la excusa perfecta para perpetuar la precariedad que allí se vivía. Muchos de mis compañeros de viaje, incluso sabiendo las consecuencias de nuestra partida y el juego perverso del que éramos parte, se aferraban a la idea de que estaban liderando la verdadera transformación del mundo a través del voluntariado. Su empatía era tanta que les nublaba el pensamiento.
No he visto al primer privilegiado sentirse incómodo al reconocerse como tal, y en esta lógica, no veo más que una defensa al estatus y la condescendencia: empatizo con el otro, siempre y cuando esté peor que yo. Como me decía mi primo Rafael a sus ocho años en un intento frustrado por evangelizarme: «Deberías creer en Dios. Si yo fuera uno, no permitiría que existieran pobres; pero bueno, tampoco permitiría que tuvieran tanto».
La transformación de nuestro país no puede depender de la empatía. ¿Qué va a pasar cuando nos cansemos de publicar nuestra indignación a través de las pantallas? ¿Qué va a pasar cuando ya no sintamos el dolor ajeno como propio? Propongo apoyar el Paro Nacional no con empatía, sino a pesar de ella. Las transformaciones sociales ocurren, a mi parecer, cuando estamos dispuestos a cuidar del otro como una obligación moral que no necesita empatía.
Escribo este texto con la esperanza de que esta muestra pasajera de afecto, por lo general ingenua, no nos siga nublando la posibilidad de transformar un país que a nosotros, los privilegiados, ya no nos pertenece.
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